Las almas de los inocentes se arremolinaban en corrillos. Estaban muy nerviosos; empezaban a llegar, con cuentagotas, noticias del mundo mortal. Y con cada nuevo rumor el nerviosismo se acrecentaba.
El limbo estaba en pie de guerra, y es que una cosa es que los niños que morían sin ser bautizados fueran al limbo y otra muy diferente que allí, en el limbo, se quedaran en perpetuo estado de neonatos.
Del limbo había muchas cosas que el general de la población desconocía y una de ellas es que la naturaleza es imparable, razón por la cual las almas crecían, se desarrollaban, maduraban y por último morían como todo quisqui. Otra cosa que sólo algunos atisbaban, era que, al ser castos y puros, en el limbo no había relaciones sexuales; por lo tanto, se quitaban de encima problemas como el puerperio y la cuarentena, la depresión postparto y las revisiones periódicas al ginecólogo. De lo que no se escapaban en las casas cuna del limbo era de los cólicos de lactantes, varicelas y resfriados varios. Mayormente porque el limbo de lo único que se abastecía era de los recién nacidos.
Y es que la noticia que soliviantaba a los residentes en el Limbo no podía ser más alarmante. Querían cerrar el Limbo. Después de siglos de tradición, ahora llegaba un Papa que daba orden inexcusable de cerrarles el garito. Y en vísperas de Navidad. Los más exaltados de los limboitas ya estaban preparando un sinfín de pancartas de protesta, y planeaban una macromanifestación que saliera de las puertas del Averno para ir a terminar en la entrada principal del Cielo, donde se leería un manifiesto contra el cierre del Limbo.
Las nodrizas de las casas cuna se estaban volviendo locas, los recién llegados no hacían nada más que protestar, ¿ dónde se iban a ir ahora, con el trabajo que les había costado encontrar el sitio? ¿ Allá donde les mandaran, después del desahucio, tendrían los mismos derechos adquiridos? Los más tranquilos o conformistas se consolaban asegurando que esa noticia era poco menos que imposible.
Pero todos se quedaron pasmados cuando el alguacil del limbo puso un cartel en la puerta; con evangélicas letras se avisaba que en breve el Limbo cerraría sus puertas por orden gubernamental. A continuación, el alguacil continuó colgando adornos navideños aquí y allá.
Mientras, en uno de los corrillos más revolucionarios, apartado un tanto de los demás corrillos, se tramaba una de las mayores felonías pensables.
Tenemos que hacerlo bien, sin que nadie se dé cuenta.
¿Tú crees que podremos hacerlo?
Si lo planeamos despacio nada puede fallar, somos muchos y estamos muy concienciados con el problema.
Pues ya podéis espabilar porque nos queda de todo menos tiempo – observó con bastante acierto un golusmero que prestaba más atención a las conversaciones ajenas que a sus cosas.
Tú, mejor harías en callarte y no meterte en lo que no te interesa; puedes sufrir un accidente.........
El golusmero se apartó prudentemente del corrillo y se escaqueó del resto de las conversaciones con disimulo. Lo poco que había llegado a escuchar no vaticinaba nada halagüeño; estaban planeando algo muy gordo y en Navidad. No es que lo que planeaban fuera algo nuevo, ya en otras ocasiones el Limbo había intervenido en asuntos terrenales cambiando el curso de la historia para su propio beneficio; como cuando uno de ellos fue encomendado para cambiar la pastillita de un Papa un poco pelma por otra no tan .......... beneficiosa. Pero en Navidad... en Navidad jamás, ya podría pasar lo que fuera, que tales fechas eran sagradas. Aunque también es verdad que noticias como la que ahora se planteaba tampoco se habían dado hasta entonces.¿ En qué mente surrealista cabía el clausurar el Limbo, dónde suponía esa mente que se iban a mudar.?Aunque, pensándolo fríamente, la casa no la hace el sitio sino los habitantes y allá donde se mudasen el Limbo iría con ellos. So pena de que lo que les estuvieran quitando era el mismo concepto de la existencia del Limbo.
Se detuvo a medio camino de su casa: ese último pensamiento no hacía nada más que dar vueltas a su inocente y casta mente. Quizás él no había entendido en toda su importancia el aviso de clausura del Limbo y otras cabezas más dotadas si habían adivinado las repercusiones. Pero aún estando tan cerca de la realidad, se negaba a si mismo siquiera la existencia de tal concepto y mucho menos en Navidad. Navidad era el tiempo de la dicha y la felicidad, en Navidad llegaba menos gente al Limbo por eso del amor fraterno. Tenían tiempo para decorar el celestial lugar con un sinfín de adornos, miles de bolitas refulgentes colgando de las nubes, sonrientes Papa Noel montado sobre sus trineos en un eterno galopar de renos que recorrían todos los caminos del Limbo felicitando las pascuas a los viandantes. Cientos de abetos, uno en cada esquina de cada casa cuna cantando alegres villancicos mientras movían sus copas al ritmo de las cantinelas navideñas. La Navidad, pensó: el tiempo de amor y fraternidad. ¿ Qué significaría para ellos el Limbo si en tales fechas acontecían hechos tan execrables como del que se suponía iban a ser injustos beneficiarios?
Y en ese momento se le ocurrió, o quizás siempre estuvo en su mente. Miró a hurtadillas a su espalda, temeroso de que alguien le pudiera adivinar el pensamiento. Desde chico había oído leyendas sobre los malos pensamientos, les habían contado, en las clases de moral y sexualidad compulsiva que impartían los sábados en la casa cuna, que el diablo podía leer sus pensamientos y que andaba escondido detrás de las esquinas para enganchar por el pescuezo a los que tenían pensamientos impíos y llevárselos a rastras al Infierno. Porque el diablo lo que más atesoraba era un habitante del Limbo que se hubiera corrompido. La verdad es que nunca había visto al diablo secuestrar a un limboita corrupto, pero siempre había alguien que contaba que algún conocido suyo le había contado que había sido testigo del castigo infernal.
Por si las moscas, alejó el pensamiento de su mente; debía de hacer las cosas sin meditarlas, a la buena de Dios y es que, desde que Dios había muerto de unas viruelas locas, todo se hacía de esa manera. Al pasar junto a uno de los recién colocados adornos navideños, agarró el hacha del leñador que cantaba alegre “Campanas sobre campanas”; la verdad es que la figurilla de momento se enfadó, pero, con eso de que no tenía otro oficio ni otro beneficio, continuó cantando su letanía alegremente, haciendo como que partía leños. Entre pensamiento fatuo y pensamiento insustancial, se le vino a la mente que esto probablemente no sería cosa de una sola persona, que su acto debería de extenderse más allá de sus primeras intenciones. Aunque se consoló con la ocurrencia de que ¡Total, ya puestos!.
La víspera de Nochebuena las campanas de las diferentes iglesias no replicaron a misa, nadie salió a dar de comer a los pobres negritos que mendigaban su torta de harina a las puertas de las misiones y nadie descorrió las cortinas de la habitación papal en el Vaticano para dar la bendición. No hubo ninguna monjita ursulina que encendiera el horno para cocer las rosquillas de Pascua y tampoco ninguna monjita clarisa recogió las docenas de huevos que fueron amontonando durante todo el día las novias en capilla, para que no lloviera en el día de su boda. Tampoco es que nadie se apercibiera de esas faltas, salvo alguna vieja que, después de pasar un frío del demonio para llegar a la iglesia a escuchar la misa del Gallo, se encontró las puertas del templo cerradas a cal y canto; ellas y los operarios de televisión, que se quedaron con dos palmos de narices en la puerta de la Almudena cuando nadie salió para abrirles la catedral para poder colocar las cámaras para la misa de Navidad.
El golusmero volvió al Limbo arrastrando el hacha, ensangrentado de pies a cabeza y con la mirada perdida. Allí le esperaba Lucifer. Claro que la cara del demonio no era sino todo un poema, entre la ira y la estupefacción. Desde luego, pensó Lucifer, estos del Limbo están como una cabra. Cuando Dios vivía, siempre le había aconsejado que aboliera la institución, que iba contra natura que cientos de miles de niños se educaran sin ningún tipo de ley y además... esa manía tan tonta que tenían de secuestrar ángeles y diablillos, disfrazarlos ridículamente y repartirlos por todo el Limbo entonando canciones chorras o haciéndoles saludar con alegría y entusiasmo a todo paisano viviente. Él sabía que algo así iba a pasar, pero Dios se empeñaba- en el fondo había sido un romanticón toda su vida- en mantener aquel sitio abierto. Sin embargo, lo que más fastidiaba a Lucifer y lo que más ira le producía es que, por culpa de aquel animal del hacha, había tenido que dejar para otro rato a la voluptuosa rubia que acababa de descender al Infierno después de tener que suicidarse por no sabía qué historia con un cantante famoso; y es que la moza prometía en serio. Después de cenar con su suegra en Nochebuena, la rubia iba a ser un buen postre. Pero allí estaba, esperando a que regresara el bestia que había acabado en día y medio con todo el clero o lo que oliera a clero de toda la tierra y encima en Navidad.
¡Inconcebible!