Biomecánica biodegradable
I
La ilusión de un mundo perfecto adormece sus sentidos. Busca incesante, con la necesidad de las almas incompletas y torturadas, el perdón. Pero no hay perdón donde no hay delito.
Somos esclavos de nuestros pequeños traumas sin entender, o sin querer ver, que estas faltas nos configuran tal y como somos.
Somos software incompletos, colapsados de programas espías y de virus que amenazan con borrar, en cada bit de la existencia, la pista cero de nuestra infinita pequeñez. Cuanto más perfectos tratamos de ser más se aminora la capacidad del Ram de nuestro complicado cerebro biopositrónico.
Si no fuera porque no somos nada más que ínfimas criaturas biodegradables, con pequeños cerebros delicados y caprichosos, podríamos formatear cada uno de los archivos infestados para olvidar en un tiempo infinito cada uno de los espacios que ocupa un cluster enfermo.
Pero somos efímeras masas gelatinosas, susceptibles de sangrar, reír y sufrir. Fallamos como cualquier escopeta de feria y nos derrumbamos como monigote panzudo de caseta festiva ante el ataque furibundo de ajadas pelotas de tenis. Zurcidas y manoseadas como nuestras propias almas. Pelotas defenestradoras que quizás, también, sufran por su aciago destino.
Sentidos que buscan un paraíso donde adormecerse eternamente, al compás de algún movimiento decimonónico regalado de arpas y chelos finísimamente afinados. Abrigado de las tempestades tropicales por frondosas ramas de cocoteros. Mecidos en hamacas trenzadas con raíz de palma. Sumergidos en las nítidas aguas de un cálido océano nadando entre corales infinitamente viejos.
Huyendo, hacia ¿dónde? y ¿para qué?.
Somos cientos de miles de burbujas incandescentes que de forma inexorable circulan en dirección contraria. O ¿quizás somos minúsculos granos de arena en una gota de agua marina que constantemente son empujados contra el arrecife de cualquier archipiélago olvidado? Que ignominiosa resulta a la burbuja la existencia de la gota de agua y que fútil es para el grano de arena la liviandad del arrecife.
¿Acaso son tan diferentes? ¿acaso su puerilidad no es equiparable? Su existencia dura lo que el cabo de una vela alumbrando la oscuridad de un alma en pena. Eternamente sucinto. Capciosamente gemelos.
Una vana Alicia en el país de las maravillas que mira a través del espejo a otro espejo que refleja las imágenes distorsionadas de miles de otros espejos. Y sólo ve eneidas en las que la única diferencia es el actor que las protagoniza; tan parecidas a la suya y así formalmente despreciadas.
Pobre Viridiana de tres al cuarto, ansiosa de brazos rudos que la abracen y que la entiendan. Pero nunca existió el abrazo redentor porque la realidad es que siempre huyó de él. Se escondió para no reconocer que no existía el ser especial que ansió ser. No existen por más que se busquen. Sólo hay miles de burbujas o de granos de arena que ansían encontrar al extraordinario ser que ellos mismos se niegan.
Y mientras, el arrecife soporta el castigo de miles de embestidas. Inamovible en la soledad del conocimiento. Llorando por el castigo que se infringe la penitente. Sin comprender el porqué la burbuja no ve que no hay un más allá; que sólo son valadies conjeturas.
Y ¿merece la pena morir por lo que no existe?, ¿merece la pena sufrir en vano?
II
Somos cientos de miles de burbujas incandescentes que de forma inexorable circulan en dirección contraria. O ¿quizás somos minúsculos granos de arena en una gota de agua marina que constantemente son empujados contra el arrecife de cualquier archipiélago olvidado? Que ignominiosa resulta a la burbuja la existencia de la gota de agua y que fútil es para el grano de arena la liviandad del arrecife.
¿Acaso son tan diferentes? ¿acaso su puerilidad no es equiparable? Su existencia dura lo que el cabo de una vela alumbrando la oscuridad de un alma en pena. Eternamente sucinto. Capciosamente gemelos.
Una vana Alicia en el país de las maravillas que mira a través del espejo a otro espejo que refleja las imágenes distorsionadas de miles de otros espejos. Y sólo ve eneidas en las que la única diferencia es el actor que las protagoniza; tan parecidas a la suya y así formalmente despreciadas.
Pobre Viridiana de tres al cuarto, ansiosa de brazos rudos que la abracen y que la entiendan. Pero nunca existió el abrazo redentor porque la realidad es que siempre huyó de él. Se escondió para no reconocer que no existía el ser especial que ansió ser. No existen por más que se busquen. Sólo hay miles de burbujas o de granos de arena que ansían encontrar al extraordinario ser que ellos mismos se niegan.
Y mientras, el arrecife soporta el castigo de miles de embestidas. Inamovible en la soledad del conocimiento. Llorando por el castigo que se infringe la penitente. Sin comprender el porqué la burbuja no ve que no hay un más allá; que sólo son valadies conjeturas.
Y ¿merece la pena morir por lo que no existe?, ¿merece la pena sufrir en vano?
III
Eres esa horripilante niña que pasea por la vereda; caminas con gráciles saltitos de un lado a otro del amplio paseo meciendo tus trenzas al ritmo de un afásico compás. Con cada uno de tus pizpiretos pasos se crean a tu alrededor mundos de profusos colores, melodiosos sones y élficos seres.
Con cada nuevo mundo que creas el anterior empieza a descomponerse. Como el cuadro posmoderno que arde en la hoguera del pintor deprimido. Donde el crepitar de las llamas, al contacto con el aceite de los oleos, es el grito angustiado de las almas breves de cada uno de tus paisajes.
Yo te observo desde cada uno de los bancos que adornan la vereda; unas veces soy el anciano que da migas de pan a las palomas; otras soy el niño de pecho que juguetea con un sonajero desde el coche cuna mecido por la chacha, de cofia blanca y lustroso uniforme azul marino. Otras soy la araña que teje su tela entre los cristales de la farola al calor del sol matutino de un día otoñal. Las más de las veces soy la sombra que mantienes prisionera de tus caprichosos pasos.
Siempre cerca de ti, siguiendo el destino por tus pasos. Mientras tú eres el positivo de la exposición yo no soy tu antítesis, sólo soy el acompañamiento necesario para tu existencia. Soy la moral espartana que, en ocasiones, recrimina a las consecuencias de tus actos.
Pobre niña tonta y remilgada perdida entre melodías causticas. Nunca me contaste tus anhelos pero sí tus temores mientras volabas tan alto que las nubes eran pequeños puntitos algodonosos en el suelo de la otoñal alameda. Nunca pensaste en mi como el Principito en su rosa, me dejaste olvidado en muchos lugares y tuve que correr tras tu rastro para ser olvidado, de nuevo, entre las hojas caducas de algún viejo eucalipto.
Pero es que sólo soy un recuerdo, aciago, de tu vejez. La evocación de los miles de actos impuros que no quieres guardar; pero mi destino es perseguirte para cobrar mi diezmo. La deuda contraída a cambio de conservar eternamente la infancia.
La ilusión de un mundo perfecto adormece sus sentidos. Busca incesante, con la necesidad de las almas incompletas y torturadas, el perdón. Pero no hay perdón donde no hay delito.
Somos esclavos de nuestros pequeños traumas sin entender, o sin querer ver, que estas faltas nos configuran tal y como somos.
Somos software incompletos, colapsados de programas espías y de virus que amenazan con borrar, en cada bit de la existencia, la pista cero de nuestra infinita pequeñez. Cuanto más perfectos tratamos de ser más se aminora la capacidad del Ram de nuestro complicado cerebro biopositrónico.
Si no fuera porque no somos nada más que ínfimas criaturas biodegradables, con pequeños cerebros delicados y caprichosos, podríamos formatear cada uno de los archivos infestados para olvidar en un tiempo infinito cada uno de los espacios que ocupa un cluster enfermo.
Pero somos efímeras masas gelatinosas, susceptibles de sangrar, reír y sufrir. Fallamos como cualquier escopeta de feria y nos derrumbamos como monigote panzudo de caseta festiva ante el ataque furibundo de ajadas pelotas de tenis. Zurcidas y manoseadas como nuestras propias almas. Pelotas defenestradoras que quizás, también, sufran por su aciago destino.
Sentidos que buscan un paraíso donde adormecerse eternamente, al compás de algún movimiento decimonónico regalado de arpas y chelos finísimamente afinados. Abrigado de las tempestades tropicales por frondosas ramas de cocoteros. Mecidos en hamacas trenzadas con raíz de palma. Sumergidos en las nítidas aguas de un cálido océano nadando entre corales infinitamente viejos.
Huyendo, hacia ¿dónde? y ¿para qué?.
Somos cientos de miles de burbujas incandescentes que de forma inexorable circulan en dirección contraria. O ¿quizás somos minúsculos granos de arena en una gota de agua marina que constantemente son empujados contra el arrecife de cualquier archipiélago olvidado? Que ignominiosa resulta a la burbuja la existencia de la gota de agua y que fútil es para el grano de arena la liviandad del arrecife.
¿Acaso son tan diferentes? ¿acaso su puerilidad no es equiparable? Su existencia dura lo que el cabo de una vela alumbrando la oscuridad de un alma en pena. Eternamente sucinto. Capciosamente gemelos.
Una vana Alicia en el país de las maravillas que mira a través del espejo a otro espejo que refleja las imágenes distorsionadas de miles de otros espejos. Y sólo ve eneidas en las que la única diferencia es el actor que las protagoniza; tan parecidas a la suya y así formalmente despreciadas.
Pobre Viridiana de tres al cuarto, ansiosa de brazos rudos que la abracen y que la entiendan. Pero nunca existió el abrazo redentor porque la realidad es que siempre huyó de él. Se escondió para no reconocer que no existía el ser especial que ansió ser. No existen por más que se busquen. Sólo hay miles de burbujas o de granos de arena que ansían encontrar al extraordinario ser que ellos mismos se niegan.
Y mientras, el arrecife soporta el castigo de miles de embestidas. Inamovible en la soledad del conocimiento. Llorando por el castigo que se infringe la penitente. Sin comprender el porqué la burbuja no ve que no hay un más allá; que sólo son valadies conjeturas.
Y ¿merece la pena morir por lo que no existe?, ¿merece la pena sufrir en vano?
II
Somos cientos de miles de burbujas incandescentes que de forma inexorable circulan en dirección contraria. O ¿quizás somos minúsculos granos de arena en una gota de agua marina que constantemente son empujados contra el arrecife de cualquier archipiélago olvidado? Que ignominiosa resulta a la burbuja la existencia de la gota de agua y que fútil es para el grano de arena la liviandad del arrecife.
¿Acaso son tan diferentes? ¿acaso su puerilidad no es equiparable? Su existencia dura lo que el cabo de una vela alumbrando la oscuridad de un alma en pena. Eternamente sucinto. Capciosamente gemelos.
Una vana Alicia en el país de las maravillas que mira a través del espejo a otro espejo que refleja las imágenes distorsionadas de miles de otros espejos. Y sólo ve eneidas en las que la única diferencia es el actor que las protagoniza; tan parecidas a la suya y así formalmente despreciadas.
Pobre Viridiana de tres al cuarto, ansiosa de brazos rudos que la abracen y que la entiendan. Pero nunca existió el abrazo redentor porque la realidad es que siempre huyó de él. Se escondió para no reconocer que no existía el ser especial que ansió ser. No existen por más que se busquen. Sólo hay miles de burbujas o de granos de arena que ansían encontrar al extraordinario ser que ellos mismos se niegan.
Y mientras, el arrecife soporta el castigo de miles de embestidas. Inamovible en la soledad del conocimiento. Llorando por el castigo que se infringe la penitente. Sin comprender el porqué la burbuja no ve que no hay un más allá; que sólo son valadies conjeturas.
Y ¿merece la pena morir por lo que no existe?, ¿merece la pena sufrir en vano?
III
Eres esa horripilante niña que pasea por la vereda; caminas con gráciles saltitos de un lado a otro del amplio paseo meciendo tus trenzas al ritmo de un afásico compás. Con cada uno de tus pizpiretos pasos se crean a tu alrededor mundos de profusos colores, melodiosos sones y élficos seres.
Con cada nuevo mundo que creas el anterior empieza a descomponerse. Como el cuadro posmoderno que arde en la hoguera del pintor deprimido. Donde el crepitar de las llamas, al contacto con el aceite de los oleos, es el grito angustiado de las almas breves de cada uno de tus paisajes.
Yo te observo desde cada uno de los bancos que adornan la vereda; unas veces soy el anciano que da migas de pan a las palomas; otras soy el niño de pecho que juguetea con un sonajero desde el coche cuna mecido por la chacha, de cofia blanca y lustroso uniforme azul marino. Otras soy la araña que teje su tela entre los cristales de la farola al calor del sol matutino de un día otoñal. Las más de las veces soy la sombra que mantienes prisionera de tus caprichosos pasos.
Siempre cerca de ti, siguiendo el destino por tus pasos. Mientras tú eres el positivo de la exposición yo no soy tu antítesis, sólo soy el acompañamiento necesario para tu existencia. Soy la moral espartana que, en ocasiones, recrimina a las consecuencias de tus actos.
Pobre niña tonta y remilgada perdida entre melodías causticas. Nunca me contaste tus anhelos pero sí tus temores mientras volabas tan alto que las nubes eran pequeños puntitos algodonosos en el suelo de la otoñal alameda. Nunca pensaste en mi como el Principito en su rosa, me dejaste olvidado en muchos lugares y tuve que correr tras tu rastro para ser olvidado, de nuevo, entre las hojas caducas de algún viejo eucalipto.
Pero es que sólo soy un recuerdo, aciago, de tu vejez. La evocación de los miles de actos impuros que no quieres guardar; pero mi destino es perseguirte para cobrar mi diezmo. La deuda contraída a cambio de conservar eternamente la infancia.
2 comentarios
a las tres -
salud
Noamanda -
Muy interesante este escrito niña.Sí, me gusta.
Saluditos