Primavera 2003
La pandilla de grafiteros accedió a la estación de Bilbao cargados con sus mochilas llenas de sprays. Habían quedado para colarse en la estación de Chamberí y allí, tranquilamente, plasmar su arte en las paredes vírgenes de la vieja estación abandonada. No les importó que les vieran los demás pasajeros que esperaban la llegada del metro. Saltaron a las vías y comenzaron a correr armados de linternas. Salvaron la distancia en menos de un minuto, esta era corta, casi se podía ver la estación de Chamberí desde la de Bilbao si no fuera por que las luces de la primera estaban apagadas.
Alumbraron con sus linternas hasta descubrir la oficina del jefe de estación, uno de ellos entró en ella y encendió las luces. Los demás se colaron por el acceso y empezaron a decorar las paredes. La pintura de los spray se agarró con firmeza a los azulejos.
- Iván, pásame el bote azul ultramar, esto está casi acabado.
- Tío el bote ese le tenías tú, además date prisa los otros ya han terminado y están haciendo el jili en la oficina del jefe de estación, se van a cargar la puerta.
- No jodas chaval me la suda, que se carguen lo que sea, ve a darte una vuelta por ahí que ni pintas ni dejas pintar.
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20 años antes. Verano de1983
Santiago Beltrán, de oficio constructor, abandonó el restaurante embriagado por los vapores etílicos del vino; cosecha del 82, Blanco Macabeo. Un año poco afortunado en caldos en opinión de su bien estimado amigo, Manuel Carabás. El peso del calor de agosto cayó de plano sobre Santiago al abandonar el mesón. Una mosca le incordió. El animal revoloteó en sus narices haciendo vibrar sus alas bajo las fosas nasales; manoteó intentando apartar a la Psycoda Alternata; se sintió bastante ridículo.
Las calles del estival Madrid estaban casi desiertas a esas horas, probablemente quienes no estuvieran veraneando en la playa estarían durmiendo la siesta o al reparo de los calores de la sobremesa. Santiago, ahora levemente mareado, caminaba Bravo Murillo abajo procurando por no llamar excesivamente la atención de los escasos viandantes con los que se cruzaba; se detuvo en el semáforo, en rojo para los vehículos, de Bravo Murillo esquina Anastasio Herrero; el conductor de Renault 1200 le instó con la mano a que cruzase pero aún así dudo, no estaba muy seguro de si su camino era el adecuado para llegar a la estación de metro de Estrecho. Aunque con la vista algo nublada acertó a ver a lo lejos la inconfundible arcada de hierro fundido de una estación del metro y el logotipo de éste. Entonces decidido cruzó la calle, un claxon le sobresaltó, el Renault 1200 color oro viejo arrancó dejando a Santiago con un pie en el asfalto y otro en la acera. A pesar del susto vio el gesto obsceno que con la mano le hacía el conductor. El Renault 1200 se perdió Bravo Murillo arriba dejando escapar de su interior los acordes de una copla “a la Parrala le gusta el vino, ni el aguardiente , ni el marrasquino................”.
La boca del metro le recibió con una sacudida de un aire viciado con acre olor a goma vieja y con cientos de ecos. Al fondo de la escalinata y sobre la rejilla de desagüe un torbellino arremolinaba varios papeles, paquetes de tabaco vacíos y ya obsoletos billetes del metro. Los cierres metálicos y las puertas cristaleras totalmente abiertas daban paso al vestíbulo, a la derecha la taquilla parecía estar vacía; dentro, semiescondida, una mujer de mediana edad leía una novela de Corín Tellado. Su uniforme azul marino lucía impecable, sobre la camisa blanca y la corbata, de nudo pequeño, también azul marino. Santiago esperó paciente a que la taquillera le atendiera, ésta levantó la mirada y se encontró con la del hombre. Ambos se miraron esperando nadie sabe que, por fin Santiago introdujo bajo el cristal blindado una moneda de 100 pesetas con la efigie del rey; a continuación de una rendija en la encimera emergió el billete, el rectángulo amarillento impreso en negro fue retirado con desinterés. Cuando se marchaba Santiago escuchó un repiquetear en la luna de la garita, miró, la taquillera le mostraba el cambio que olvidaba recoger.
Las escaleras mecánicas descendían cadenciosamente, al final de un largo pasillo se desembocaba en el andén; Santiago esperó paciente la llegada del convoy , prerrogativa, la de la paciencia, de hombre de provincias poco influenciado del estrés madrileño. El andén estaba poco concurrido, dos ancianas vestidas de negro agarradas una a otra por el brazo y un joven de mirada distraída. En el andén de enfrente una chica con una minifalda de cuadros escoceses acompañada de otro joven con un poncho multicolor totalmente anacrónico con el calor reinante en el exterior. Todos levantaron la vista cuando se oyó el ensordecedor ruido de los vagones que se acercaban, todos miraban a un lado y a otro para tratar de ver, antes que nadie, por donde venía. Como siempre ocurre en estos casos fue al andén de enfrente donde llegó en primer lugar el metro.
Vio a través de las ventanillas del vehículo como la pareja entraba y se acomodaba en los asientos, así como dos o tres personas descendían y se alejaban hacia la salida. El silbato anunció la salida y el convoy emprendió la marcha. Desapareció dirección Tetuán llenando la boca del túnel y cuando todos los vagones abandonaron la estación el semáforo en el andén se puso en rojo.
El gusano rojo , impecable y brillante, hizo su entrada en la estación, llegaba con algo de retraso de acuerdo al horario previsto, el jefe de estación de Plaza Castilla le había avisado al conductor que se estaban produciendo intermitentes cortes del fluido eléctrico, pero aún así en las próximas estaciones le avisarían de las medidas que desde la sala de control iban a tomar. Llegó a la estación de estrecho sin ningún altercado eléctrico, paró y abandonó la cabina, el jefe de estación se acercó a él desde su oficina en el andén. A estas alturas del mes de agosto y a las cuatro de la tarde el tráfico de personas que usaban el metro era reducido, apenas tres valientes que se aventuraban a salir de sus casas dejando allí el consuelo de los ventiladores y de los aparatos de aire acondicionado.
Las ancianas entraron en el primer vagón acomodándose en la fila de asientos correlativos paralelos a las ventanillas. Santiago tomó el cuarto vagón; allí tan solo estaba un hombre de mediana edad que leía el diario Pueblo. El compañero de viaje levantó levemente la mirada y siguió leyendo el artículo de Pablo Torres sobre Francisco Pérez Abellán. Los asientos plásticos acogieron a Santiago como si de una mecedora se tratasen. La empanada gallega del restaurante donde habían comido , La Anduriña, empezaba a pasarle cuentas a su estómago y los efectos del vino no terminaban de pasarse. El asiento que ocupaba estaba de espaldas al andén, y más que mirar al frente Santiago se recreaba mentalmente en los acontecimientos del día. Ahora recordaba , con cierta vergüenza, el nerviosismo que había sentido esperando en la barra del restaurante la llegada de sus antiguos compañeros de armas. La alegría del primer abrazo , después de tantos años, al sin par Manuel Carabás; más gordos todos, más calvos y más viejos pero contentos de recordar sus batallas de la mili. Una sonrisa cómplice se dibujo en sus labios rememorando la sobremesa presidida por una botella de coñac Soberano. El silencio terminó por adormecerle.
El conductor y el jefe de estación esperaban charlando la llamada de la sala de control. El teléfono sonó desde el cubículo incrustado en la pared del andén. El jefe se dirigió allí, descolgó el pesado y anticuado auricular negro.
- Aquí el jefe de estación de Estrecho
- Aquí sala de control ¿eres Manolo? Soy Jacinto
- Qué pasa chavalote, ¿qué cojones nos estáis haciendo hoy? Tengo al maquinista del 456 esperando.
- Yo que sé tío, las putas líneas eléctricas que no paran de joder; dile que cuando llegue a la estación de Chamberí pare hasta recibir ordenes.
- ¿Y como coños se va a enterar que puede continuar?
- Dile que los semáforos funcionan , cuando se ponga verde que continúe con precaución. Ya hemos encendido desde aquí las luces de andén, supongo que funcionaran.
- Venga Jacinto , paso la orden; y a ver si quedamos uno de estos días.
- Ja, ja, ja pero que cabrón eres Manolo, ¿te deja la mujer salir solo?
- Que la den por culo, espero que me llames.
El vehículo emprendió la marcha mientras Santiago seguía adormecido; era consciente del ruido de los otros trenes al cruzarse y de las paradas en las que entreabría los ojos para cercionarse de quien subía y quien bajaba. No se preocupó de mirar los nombres de las estaciones en la seguridad de que su parada era la última, Atocha, donde debía de hacer trasbordo a la estación del tren .Las luces se reducían considerablemente cada vez que abandonaban una estación haciendo más dulce el sueño.
El convoy se detuvo en la estación de Chamberí, el conductor se asomó a la puerta del primer vagón para comprobar que ningún pasajero despistado se bajaba en ésta. El semáforo que colgaba justo a la entrada del túnel en la cabecera del andén continuaba en rojo. Hacía años que esta estación no se usaba si no era para cortas paradas ocasionadas, como era ahora el caso o por algún problema técnico. Al conductor no le hacía ninguna gracia cuando esto sucedía; la estación estaba sucia , abandonada y además era pequeña .
En el andén sólo cabían cuatro de los seis vagones dos se quedaban dentro del túnel , lo que ocasionaba cierto malestar a los viajeros. El metro era el más usado de los transportes públicos, pero siempre provocaba un respeto a los pasajeros. Esa necesidad animal del ser humano de respirar aire fresco y de ver los rayos del Sol se veía aquí coartada. La gente en el metro se comportaba de forma taciturna. Siempre miraban a sus espaldas cuando caminaban solos por alguno de los accesos, había observado en sus 15 años de trabajo en el subsuelo que la gente nunca se arrimaba a las paredes, siempre intentaban caminar por el centro de los pasillos, allí donde los techos eran más altos, chocándose unos con otros. Incluso en los suelos se notaba más el desgaste del pavimento en ésta zona.
Todos los empleados del metropolitano sabían que , a veces, ocurrían cosas raras. También había mucha leyenda urbana sobre algunas estaciones pero otras cosas que contaban hacían poner los pelos de punta al más valiente; incluso algunos de sus superiores jerárquicos bajaban la vista cuando recibían alguna queja sobre fenómenos poco naturales sufridos por parte de los maquinistas , de los de la limpieza, de la gente de mantenimiento o de cualquier otro empleado.
Maldita la gracia que le estaba haciendo permanecer tanto tiempo varado en la estación; la verdad es que le estaba empezando a embargar un sentimiento de soledad mirando aquel andén; una recia capa de polvo rojizo cubría todo el suelo, ninguna pisada ni ningún rastro de vida se denotaban en él. También le inquietaba no oír ningún ruido, esto hacía que la sensación de soledad creciera más en su espíritu. Lanzaba continuas miradas al semáforo pero este continuaba en ámbar. No se atrevía a poner un pie en el andén, hacerlo rompería la inmaculada capa de polvo y le hacía sentir, el pensarlo siquiera, como si estuviese mancillando siglos de eternidad. La imaginación se desbordó recreando escenas de un Madrid castizo de mediados de los años 20. Damas vestidas de chulapas esperando la llegada del metro para bajar a la verbena de las Vistillas. Chiquillos correteando por el andén detrás de su Ori-ori hasta hacerlo chocar contra las paredes. Parejas de novios con las manos entrelazadas, ella muy arrimada a él, temerosa de la oscuridad de los túneles y ataviada con un primoroso vestidito de gasa en un malva muy tenue y unos botines de charol relucientes, acordonados hasta los tobillos; él insuflado de un heroicismo chulesco manteniendo la espalda muy erguida mirando a un lado y a otro despechando con sus ademanes y haciendo gala de su propiedad. Una canción llegó a su mente y la tarareo al tiempo que seguía el ritmo con un pie.
-Por ser la Virgen de la Paloma, un mantón de Manila-la-la....... te voy a regalar........
Los personajes de su imaginación se volvieron hacia la fuente de la melodía, la novia temerosa le lanzó un guiño y una sonrisa. Todos los ocupantes del andén entraron en los vagones ante la mirada atónita del conductor que veía estupefacto como los personajes de su ensueño escapaban a su control. Se restregó los ojos , no había nada en el andén, aquella maldita estación le hacía desvariar , todo continuaba tal cual estaba segundos antes.
A su espalda sonó un clic seco, sobresaltado se volvió, el semáforo acababa de cambiar a verde, avergonzado sonrió con una mueca. Echo un último vistazo al andén para asegurarse que ningún pasajero había descendido mientras buscaba a tientan la palanca que cerraba las puertas; el silbato incorporado al mecanismo de cierre sonó y ya dirigiéndose hacia el puesto de conducción oyó el sonido percutor que hacían las puertas al cerrarse. El convoy comenzó la marcha acelerando con rapidez, cuando el último vagón abandonaba la estación un eco se extendió por los andenes.
- Un mantón de Manila-la-la te voy a regalar........
Santiago se sobresaltó al oír el ruido del silbato, entre sueños había sido consciente de la larga parada del vehículo pero se le hizo que en algún momento su sueño había sido más profundo y quizás ya habían llegado a la estación de destino. Desorientado se levantó de un salto , sin fijarse, descendió del vagón al tiempo que las puertas comenzaban la maniobra de cerrado. Su compañero de viaje , aún con el Diario Pueblo en las manos, levantó la cabeza de su lectura ; no le dio más tiempo que a comenzar a levantar el brazo en señal de aviso.
Quedó en el andén , de espaldas a las vías , sintiendo la fuerza centrifuga de la aceleración en su espalda. Sólo entonces de dio cuenta del error; la pequeña estación dejaba mucho que desear en limpieza, unos arcaicos carteles de Galerías Preciados amenazaban con desprenderse de las paredes y las luces , exiguas, teñían el ambiente con un tono pálido y desolado. Una ráfaga de aire helado le rozó la nuca. Se volvió. En el andén de enfrente reinaba el mismo ambiente de abandono, allí el despacho de jefe de estación permanecía a oscuras con la puerta entreabierta.
La mosca revoloteó en su oreja intentando colarse en ella, Santiago manoteó espantándola. Miró el reloj de pulsera, el equívoco no le haría perder demasiado tiempo, su tren a Salamanca no partía hasta las siete de la tarde y tenía tiempo más que sobrado incluso para tomarse un café en la cantina de la estación de Atocha. Esperó paciente la llegada del siguiente metro mientras curioseaba por la estación. El suelo tenía una gruesa capa de polvo rojizo sólo mancillada , unos metros más allá, por lo que parecía la huella de una rueda muy fina terminando a unos pasos de él. En la pared , los carteles de Galerías Preciados anunciando la temporada de verano; Se acercó hasta ellos y levantó uno hasta donde le alcanzó el brazo. Unas modelos con enormes moños en la cabeza lucían unos trajes de chaqueta plagados de bolsillos, lo que debió de ser lo más en moda de la época.
El fondo del túnel retumbó con las vibraciones de un nuevo vehículo, Santiago se acercó al borde del andén, pero el convoy pasó de largo en el sentido contrario, le extrañó que no parara en la estación. Se preguntó donde estaba y buscó el indicador , casi sobre su cabeza un oxidado triángulo rojo enmarcaba sobre fondo azul las letras blancas con el nombre. Pensó que aquella estación no le sonaba de nada. No es que estuviera todos los días en Madrid, pero si con bastante asiduidad, al menos cada tres meses tenía que viajar a la Capital para solventar algunos de los menesteres de su negocio de construcción. Casi siempre tomaba el metro para desplazarse y realmente aquella estación le era totalmente desconocida.
Pensó que si el vehículo no había parado era porque se dirigía a cocheras y no tenía necesidad de hacerlo. Se conformó. El paso del tren dejó tras de si ecos, silbidos del roce de las ruedas en los raíles y un remolino de papeles en el fondo de las vías. Lo que parecía el griterío de unos niños se coló sin querer en su cerebro y miró en todas direcciones esperando ver aparecer por los accesos a un grupo numeroso de estos. No fue así. No le dio más importancia, los sonidos allí abajo eran engañosos y lo que le pareció el griterío muchachil bien podía haber sido cualquier dilatación del hierro de las vías al paso del metro.
Comenzó a pasearse de un lado a otro del andén, sentía como que algo faltaba. Miró atrás pero no acertó a adivinar de que se trataba. De nuevo el ruido de un convoy acercándose le puso en guardia. Esta vez si venía por su andén. Sorprendido le vio pasar sin detenerse. Quizás no le habían visto, aquella estación estaba pobremente iluminada, seguramente era una de las que faltaba por modernizar y aún lucía aquellos azulejos azul pálido que tan bien recordaba de su niñez, de cuando venía a Madrid a visitar a unos ancianos parientes de la mano de su madre.
Pensó en cambiar de andén pero lo desestimó , no había necesidad de volver una estación atrás probablemente más concurrida y en la que si pararían todos los trenes. Se preguntó si desde su última visita el metropolitano había optado por implantar en los vagones ese sistema de parada que lucían los autobuses de la EMT, donde con apretar un botón el conductor sabía de la necesidad de realizar parada. Los efectos del vino y del coñac de la sobremesa aún nublaban un tanto su entendimiento y así lo reconoció el mismo, el metro siempre había parado en todas las estaciones y los seguiría haciendo y era ridículo pensar que se pondría un mecanismo de apertura de puertas según la necesidad del viajero. Con casi toda probabilidad era la hora del cambio de turno y varios trenes se dirigirían a cocheras, ahí y nada mas que ahí estaba la explicación a lo que sucedía.
Continuó curioseando por el andén, total por ponerse nervioso no iba a llegar antes el metro; las papeleras rebosaban de papeles y basura, el hierro del que estaban hechas, en franco proceso de oxidación, lucía aquí y allá desconchones. Varios periódicos sobresalían de una de ellas, tomó uno para entretener el rato. El papel crujió entre sus dedos, retazos de éste quedaron pegados a sus manos, el resto cayó al suelo levantando una leve nube de polvo al tocar el pavimento. El sugestivo título del ejemplar , Cuadernos para el dialogo, permanecía integro. Intentó reconstruir el ejemplar pero cada vez que sus manos lo tocaban más se desmenuzaba. Optó por dejarlo en tal estado. Se asomó a la papelera, varios periódicos más asomaban sus páginas amarillentas, miró la fecha. En todos la data se remontaba al 20 de Mayo de 1966. Extrajo con mucho cuidado un ejemplar del Ya, en su portada una gran foto de Curro Romero saliendo a hombros por la Puerta del Príncipe de la Maestranza. Al pie de foto el comentarista alababa la hazaña del si par torero en la lidia , como único espada, el día anterior. Lo desechó con desdén, se preguntó por qué la gente no tiraba su basura en los contenedores, seguramente algún coleccionista de periódicos antiguos había decidido que aquel era el mejor lugar para deshacerse de su colección.
Una vez más el ensordecedor aviso de la llegada de otro tren; pasó sin tan siquiera disminuir la velocidad. Esta vez Santiago se percató de que los vagones , aunque no muy llenos, si llevaban pasajeros. Se puso nervioso , era inconcebible que no parase ninguno de los metros que habían pasado. De pronto se volvió con una sonrisa en la boca, había oído algo, casi seguro algún viajero que se acercaba por el acceso. Esperó hasta que la sonrisa le provocó dolor de mandíbula. Nadie entró en la estación. Ahora bastante más intranquilo volvió a recorrer el andén mirándose la puntera de los zapatos. No creía haber bebido tanto como para oír ruidos inexistentes, habría jurado que lo que parecían ser unos pasos acercándose habían llegado nítidamente a sus oídos.
Se estaba sofocado, los nervios empezaban a provocar que su corazón latiera más aceleradamente. En las venas del cuello notaba la violencia del bombeo sanguíneo y el sonido le parecía que se extendía por toda la estación reproduciendo ecos. La boca del estomago parecía querer cerrársele. Casi llora de alegría cuando el ruido de otro tren se dejó oír. Levantó la mano en ademán de hacerle parar pero el vehículo tampoco se detuvo. Una lagrima se le escapó, se pasó el dorso de la mano por la boca para limpiar una baba que no había surgido. Le sorprendió el repiqueteo de unos tacones femeninos. Se volvió muy deprisa para atrapar a la dama que originaba los sonidos y convencerse de que su oído no le estaba engañando. La estación continuaba desolada.
- ¿Quién anda ahí? ¿ hay alguien?.
Silencio.
El sonido de algo arrastrándose le sobresaltó. Alguien le estaba gastando una broma y maldita la gracia que le estaba haciendo.
- He dicho que quién anda ahí, quien sea que salga ya, como broma aburre.
Algo se posó en su hombro, notó el peso sobre él; era liviano , casi inexistente, pero lo notaba . Giró la cabeza muy despacio. Una mosca se paseaba por el hombro. Ni se molestó en espantarla. Tenía que cambiar de andén, definitivamente esa era la solución ; aunque tuviera que cambiar de tren en otra estación.
El pasillo era corto, apenas cinco metros para llegar a las escaleras divididas en dos tramos unidos por un solitario descansillo de apenas dos metros. Su determinación se vino abajo mientras ascendía. La capa de polvo lo cubría todo, ni un sólo rastro de pisadas ni de movimiento alguno. Miró atrás y sólo vio las huellas de sus zapatos sobre el pavimento. Al llegar a la plataforma intermedia se detuvo, pasó la mano por los azulejos de la pared, bajo las huellas se descubrieron unas losetas azul grisáceo muy claro. Analizó visualmente los restos de polvo que quedaron en sus dedos. Era el mismo material rojizo que inundaba toda la estación. Limpió una extensión más grande con el antebrazo enfundado en su americana de diminuta pata de gallo. Una leve polvareda se levanto a su alrededor, algunas motas se introdujeron en su nariz y estornudó.
El esmalte de los azulejos estaba cuarteado, en algunos sitios faltaba y dejaba al descubierto la greda roja que le servía de base. Tocó con la palma de la mano totalmente abierta y al retirarla la huella dejada por el sudor se evaporó rápidamente. Esta vez posó las dos manos, necesitaba notar el tacto de algo real y palpable. La sensación fue de una extrema frialdad que le hizo apartar las manos de inmediato; una corriente de aire frío le rozó en el cuello, volvió la cabeza esperando recibir una ráfaga pero el ambiente era calmo. Volvió a centrar su atención en el enlosado, las grietas de los azulejos formaban , como por casualidad, la faz de una mujer; joven, de rasgos diminutos y el pelo recogido atrás, el flequillo ondulado a la moda de los años 20.
La belleza juvenil alivió el nerviosismo de Santiago, y acarició los azulejos con ternura. El gesto serio de la muchacha se transformó en sonrisa. Retrocedió asombrado hasta chocar su espalda contra la otra pared. La sensación fue como si cientos de dedos recorrieran su espalda y le intentaran agarrar. Quiso separarse pero no pudo, la debilidad en las rodillas se lo impidió. Fue consciente del miedo que sentía. Se dejó resbalar hasta el suelo y ya allí , a rastras, se separó de la pared.
A cuatro patas avanzó hasta el centro del pasillo, miró a un lado y a otro. Donde había visto el rostro de mujer sólo quedaban los azulejos limpios , ni mujer ni nada que se le pareciera. En la pared contraria tan solo el rastro que había dejado , sobre el polvo, al caer. Bajo sus pies retumbó el suelo, un nuevo convoy hizo su entrada en la estación , paso sin detenerse. Había perdido la cuenta de en que andén debía de parar. Se levantó sin quitar la vista de las paredes. Terminó de ascender la escalera. Arriba el pasillo continuaba de frente y otro ramal giraba a la izquierda, tomó este para hacer el cambio de andén. Respiró hondo y comenzó a cruzar el pasillo. Creyó oír murmullos pero prefirió ignorarlos.
Según iba avanzando sentía una presencia detrás; algo le seguía. No quería volverse, sólo quería llegar al otro anden, coger otro tren y marcharse de allí. Una de las bombillas, encerrada en una jaula de alambre, se apagó. Ante lo súbito del apagón Santiago se detuvo, la oscuridad se adueñó del corredor para de nuevo hacerse visible, éste, unos metros más adelante. Con la respiración agitada y las manos temblorosas emprendió la marcha con cautela; a ambos lados de él la oscuridad se agitaba , o el creía verla agitarse, manchas más negras que el resto se movían pegadas a las paredes. Las notaba compactas y reales; ahí había algo, algo que se movía al mismo paso que él.
No podía dejarse vencer por el pánico y aceleró el paso, la iluminación del siguiente foco estaba ya cerca y las penumbras se disipaban. Pero aquellas visiones continuaban escoltándole, jugueteaban cruzándose por delante de él, haciéndole burla a su miedo. Cuando se encontró debajo de la siguiente fuente de luz se volvió. Todo el pasillo estaba iluminado , ninguna bombilla fundida, ninguna sombra acechando. El sudor frío del miedo perló su frente. No sabía si es que había cerrado los ojos involuntariamente o había sido una realidad el apagón. Mientras miraba atrás, al fondo del pasillo, el aro de un obsoleto juego infantil pasó rodando, emitiendo un tintineo metálico, se perdió escaleras abajo; las mismas que Santiago acababa de subir. No iba a volver atrás, por nada del mundo volvería. Corriendo terminó de alcanzar la distancia que le separaba de la curva que formaba el pasillo. Detrás se encontraría la escalera de bajada y el andén contrario al que acababa de abandonar.
Avanzó con cautela, sin osar apartarse de la zona central del pasillo. Al llegar al recodo se asomó esperando encontrar allí cualquier cosa. Estaba despejado y emprendió una veloz carrera escaleras abajo. Otro nuevo tren pasó sin detenerse; los cristales de los vagones le lanzaban reflejos burlescos.
- Nunca saldrás de aquí, eres nuestro, nos perteneces.........- se repitió como un eco mientras pasaba el vehículo.
Siguió con la mirada la trayectoria del tren . Terminó de pasar y la vista acabó posándose en el andén de enfrente. La cabina del jefe de estación empotrada en la pared del andén de enfrente, tenía la puerta totalmente abierta, de la boca del túnel de acceso sólo atinó a ver cómo una sombra se deslizaba . Unos segundos más tarde un familiar sonido chirriante se dejó escuchar por el túnel de acceso, un gran aro avanzó rodando por él, pareció perder el equilibrio y cayó a las vías del tren; rebotó contra uno de los raíles que, al contacto con el metal del aro, chisporrotearon por efecto de la electricidad. Santiago se tapó la cara con las manos en un acto reflejo, cuando el ruido cesó sobre los raíles no quedaba rastro alguno.
Santiago echó a correr por el acceso, subió las escaleras de dos en dos, el pasillo que continuaba hacia la salida se quedó enfrente, el pasillo de la izquierda se extendía hasta terminar en un recodo que conducía al andén de enfrente. Tropezó , mientras corría, con su propio pie, perdió el equilibrio e instintivamente apoyó la mano en la pared para evitar así el caerse. El tacto era tan frío que le pareció que la piel se quedaba pegada a los azulejos, tiró para despegarse pero algo le atenazaba a la pared. Volvió a tirar y se soltó; corrió hasta terminar de recorrer todo el trayecto, giró sin mirar y descendió los peldaños como los había subido.
La puerta de la cabina del jefe de estación en el andén de enfrente se volvía a burlar de él. El ruido de los pasos de alguien corriendo le hizo dirigir la vista hacia la salida del andén, sólo pudo ver la sombra que producía en el suelo lo que parecía ser la pierna de un hombre con zapatos de charol. La irrupción del metro demasiado cerca de él le hizo retroceder, cuando este pasó volvió a sonar en sus oídos el tintineo metálico del aro volvió a aparecer , caer en los raíles es y tras un fogonazo producido por el contacto eléctrico desapareció.
Se quedó muy quieto esperando acontecimientos, no sabía en que momento exacto se le había escapado la orina , la pernera del pantalón estaba mojada y en suelo se había formado un pequeño charco. Tenía que calmarse de alguna manera, aquello que le sucedía no era nada mas que el resultado del pescado de la comida que debía de estar en mal estado. Con seguridad que sus compañeros debían de estar sufriendo los mismos síntomas alucinatorios. Otro convoy pasó por el andén de enfrente en sentido contrario al anterior.
Juraría que el techo del subterráneo antes era más alto y además le parecía que palpitara. El ahogo se contagió a sus pulmones y le daban pinchazos en los brazos. Intentó acompasar la respiración hasta que la fatiga fue menor. Restregó con el pie el orín del suelo y al contacto con el polvo formó un barro pastoso como si fuera sangre cuajada.
Tenía que correr más para llegar al otro andén, lo suficiente como para que le diera tiempo a hacer señas al próximo tren que se acercara y que al menos, alguien, quedara avisado de que allí había una persona y fueran a recogerle. No debía de tropezar ni entretenerse, debía de fijarse en un punto y avanzar, sin tocar ninguna pared y haciendo caso omiso a cualquier cosa que sucediera. Se preparó como había visto en la televisión que hacían los corredores de fondo. Respiró profundamente , estiró piernas y brazos y se colocó en un imaginario punto de salida preparado para esprintar. Salió corriendo, salvó escaleras y pasillos a una velocidad que nunca pensó que fuera capaz de alcanzar. Giró y emprendió la bajada de los escalones. Cuando llegó al arcén oyó el ruido de unos pasos corriendo y por la boca del acceso de andén de enfrente alcanzó a ver casi medio cuerpo de un hombre corriendo, los zapatos de charol y una americana de diminuta pata de gallo. Se derrumbó en el suelo y allí aún permanecía el barro rojizo. La puerta del despacho del jefe de estación daba portazos. El tren pasó a mucha velocidad, sintió en su rostro el aire caliente que despedía al pasar y sus ojos se cuajaron de lágrimas cuando el aro rebotó contra los raíles y desapareció tras el fogonazo.
No se movió del mismo sitio durante mucho tiempo, pasaron muchos trenes en uno y otro sentido; ninguno paró ni mostró señales de haberle visto. En un momento, no sabía cuando, había dejado de sentir los pinchazos en los brazos pero también había dejado de sentir movilidad alguna en todo el lado izquierdo de su cuerpo. Miraba pasar los trenes, ahora más llenos de gente que le ignoraban, los destellos que producían las luces interiores de los vagones contra los cristales de las ventanas de estos, le deslumbraban. A veces alguien que miraba distraídamente el paso de las estaciones apoyado en la puerta de algún vagón se fijaba en él o más bien le miraba sin notar su presencia. Hacía un buen rato había comenzado, en su delirio, a establecer una pauta del paso de los vagones; cuando llegaba a 362 un nuevo tren volvía a pasar por la estación. Había una cadencia de paso y eso debía de servirle para algo.
El cálculo mental le trajo a la realidad; al incorporarse se dio cuenta que su brazo izquierdo colgaba como sin vida. No sentía dolor alguno ahora, sólo aquel remo inservible que se burlaba de él con su vaivén incontrolable.
Si esperaba a la llegada del próximo metro y salía corriendo detrás de él quizás fuera capaz de llegar a la estación siguiente sin ser arrollado por ningún otro tren.
Tendría que correr mucho y con cuidado de no pisar los raíles electrificados. El sentido de la marcha le era indiferente, hacia cualquier lado le venía bien, el caso era salir. El brazo le estorbaría lo mejor sería sujetárselo de alguna manera, optó por meter la inmóvil mano en el bolsillo de la americana de diminuta pata de gallo. Contaba con la pauta de marcha más lo que pudiera ganar corriendo detrás del convoy.
Sintió un pinchazo en el vientre, pero no debía detenerse, corría prácticamente a oscuras, tan sólo algunas de las balizas de señalización le mostraban el camino, oyó acercarse un tren pero era el del sentido contrario, al fondo la tenue luz de la estación comenzó a dibujarse, con la mano sana palpaba las paredes para ayudarse en la carrera. De nuevo el sonido de otro metro le aviso que debía de correr más para no ser atrapado bajo las ruedas de este. Sólo unos metros y se habría salvado. La luz le cegó unos instantes; ayudándose del brazo sano saltó al andén. El tren pasó por la estación sin detenerse mientras Santiago recuperaba el resuello. Apenas fue consciente. Cuando levantó la cabeza el convoy ya había abandonado la estación, una sombra galopante y el eco de pasos se alejaron detrás del metro. En el andén de enfrente la puerta de la oficina del jefe de estación , empotrada en la pared, estaba cerrada. El aro cayó al andén , rebotó contra los raíles y desapareció tras un fogonazo.
La salida, no había pensado en ello. Se había empeñado en cambiar de andén, en avanzar una estación pero no en la opción más fácil, salir por la salida. Ya sabía lo que podía encontrarse en la escalera y los pasillos pero la salida era otra cosa. Las salidas siempre son eso, salidas ; significaba el aire, el sol y el calor del verano, la vida al fin.
El rellano entre los dos tramos de escalera continuaba allí así como el sitio donde había limpiado la pared. A pesar del miedo deseó volver a ver a la muchacha de gres. Se detuvo y escudriñó entre las grietas del azulejo, comenzó a formarse a su vista la efigie femenina y la volvió a acariciar, esta le sonrió de nuevo y se quedó allí mirándola. Algo había cambiado en la escena, sobre él una mancha de humedad comenzaba a formarse, al fin algo anodino como una gotera. El agua resbaló pared abajo , un hilillo, justo hasta donde la joven le sonreía desde el enlosado. Temió que borrara la bella imagen pero el recorrido era inevitable. La miró por última vez; detrás de la inmaculada Madona se estaba formando otra imagen; un brazo se erguía a la espalda de la joven empuñando algo, un cuchillo. Cuando el agua de la gotera alcanzó la punta de la daga se tornó en un barrillo sanguinolento. Un tren pasó sin detenerse por la estación. El chirrido metálico le hizo desviar la mirada, el aro rodaba escaleras abajo a punto de arrollarle. Se apartó a tiempo y el juguete continuó su camino, le oyó rebotar en el andén y el chasquido del cortocircuito. Volvió la mirada hacia la pared, pero allí ya no quedaba nada, tan sólo una inmensa mancha roja que discurría tabique abajo, donde instantes antes estuviera la cara de la joven ahora la sangre parecía manar a borbotones.
Abandonó la escena subiendo los escalones del segundo tramo lentamente, le importaba poco lo que sucediera allí, él había encontrado la solución y esta era la Salida. Alcanzó la bifurcación, a su izquierda la bombilla central del pasillo comenzó a fallar y se apagó, tampoco le importo mucho no iba a cambiar de andén. Enfiló derecho , el pasillo no era demasiado largo, unos metros más allá éste se ensanchaba convirtiéndose en el hall de la entrada. La taquilla se erguía en el centro, a ambos lados los tornos franqueaban la entrada y la salida; el metal de la cabina estaba carcomido por el óxido y los cristales eran opacos a causa de la capa de polvo. A lo lejos el ruido de un metro haciendo entrada hizo vibrar las cristaleras desprendiendo partículas de polvo. El metro continuó su marcha sin hace parada. De algún rincón salió un aro que rodó pasillo adelante hasta desaparecer de su vista.
La mosca revoloteó terminando por enredarse en su pelo, la dejó estar. No sabía desde cuando su pierna izquierda estaba entumecida, la arrastraba dejando una huella serpenteante sobre la capa de polvo del suelo. Salvó los tornos de la taquilla y avanzó, donde debía de estar la puerta una pared de ladrillos gruesos se alzaba.
Empezaba a sentir frío y tenía sueño. Se hizo un ovillo en un rincón. Entre sueños vio la figura de un niño con un aro en la mano que le miraba.
- ¿quieres jugar conmigo? .
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El spray rodó escaleras abajo, rebotó en el último escalón y terminó por caer entre las vías; al hacer contacto con el metal de los raíles desprendió un chisporroteo. El conductor del metro, que en aquel momento hacía su entrada en la estación, no lo percibió. El convoy se detuvo.
- tíos vámonos, acaba de parar un metro y se han bajado dos juratas.
- que les jodan a los juratas, si se ponen tontos les dais una paliza, en mi mochila llevo la cámara de vídeo, lo grabáis y lo colgamos en internet.
- Joder tío, mola huevo; que subidón me da esto.
- A ti te da subidón hasta verle las bragas a tu hermana.
- Calla cabrón, a mi hermana la dejas en paz.
- Ale sí, tú y tu hermana ir a dar una vuelta a ver si veis al pringao del Iván, que no vuelve y a ver si de una puta vez puedo terminar la mierda esta.
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- Tíos es genial, hay un puto esqueleto ahí mismo.
- Que mal te sientan las birras chaval.
- que si joder, que hay un puto esqueleto tirao en el suelo.
- Lo que me faltaba esto no lo termino hoy ni de coña.
Los guardas jurados descendieron del vagón, habían avisado que unos chavales se habían colado; los pandilleros se creían que podían vagar por los túneles como si fuera su casa, luego pasaba lo que pasaba cuando alguno era arrollado por el metro, los padres de los niños les freían a insultos, como si ellos tuvieran la culpa de que sus hijos fueran imbéciles. El tren reanudó su marcha, las luces del andén estaban encendidas y alguien había estado enredando en la salita del jefe de estación. Uno de los guardas cerró la puerta. Oyeron ruidos en el acceso del andén de enfrente, si los cogían se les iban a quitar las ganas de complicarles la vida.
Los grafiteros permanecían callados escondidos detrás de la cabina de la taquilla, un chirrido metálico les sobresaltó. Un aro metálico salió rodando de algún punto en la penumbra, avanzó hasta desaparecer en pasillo de acceso a los andenes. Se miraron y salieron corriendo hacía el andén. Corrían detrás del aro gritando y riendo, cuando terminaban de bajar el último tramo de escaleras vieron el aro caer a los raíles , chocar contra estos y después de un fogonazo desaparecer. En el andén de enfrente los dos guardas de seguridad miraban la escena. Un convoy hizo entrada en la estación y pasó sin parar.
Los guardas de seguridad echaron a correr hacia el acceso para pillar a los muchachos, cuando casi llegaban al andén oyeron gritos y risas; el aro bajó rodando por las escaleras del andén de enfrente hasta casi ir a parar donde estaban ellos, cayó a las vías y desapareció tras un fogonazo , detrás de él la pandilla de grafiteros llegaban corriendo........