Lumumba, el éxodo. 1ª Parte
Tal vez fuese por sus anhelos de conocer otras tierras, tal vez por los sueños de adolescentes, o simplemente porque era obligado a dejar esas tierras por patas.
El hecho de que tuviese que salir a muy temprana hora de la mañana, con los cuatro trapos (3 de ellos en el atillo) y una lanza, fue el inicio de una nueva etapa de su vida, la adolescencia quedaba atrás, en ese poblado… Ahora ya era un hombre (bueno, un desastre de hombre) Nadie de su poblado sabía qué existía más allá del paraje Suruya, límite de seguridad marcado por esa tribu, más allá de ese perímetro la aventura era segura.
El sol despuntaba cuando Lumumba traspasaba el límite de Suruya, es decir, comenzaba LA AVENTURA, lo primero que se encontró fue un “charco” excesivamente grande que había que cruzar, y un barrizal con unos “troncos” que se movían torpemente hacia él… Intuyendo que aquellos “troncos” no le simpatizaban mucho (la comida vegetariana no había sido nunca su fuerte), inició el vadeo del río. Curiosamente esos troncos cuando entraban en el agua se volvían mucho más rápidos y amenazantes. Rápidamente también averiguó que no había sido buena idea cruzar a esas horas por ahí, su miedo fue creciendo, y un exceso de adrenalina se apoderó de él, dando muchas más brazadas de las que él creía posible, atravesando el “charco” rápidamente, los “troncos” se enredaron en una pelea por un desayuno inexistente, siendo uno de ellos el desayuno.
Su cuerpo atlético comenzaba a resentirse de las aventuras al estilo “Mortadelo y Filemón”. Su sed comenzaba a ser la del desierto del Gobi. Definitivamente, toda aquella situación había que solucionarla. Al llegar a un claro, vio un monstruo que corría mucho y hacía un ruido infernal (para nosotros un todo terreno) y unos seres muy parecidos a él pero que parecían enfermos por el color tan pálido que tenían. Con una vestimenta un poco payasa. Nada propio para caminar por una sabana. Acechando y vigilando sus movimientos, en un descuido, asaltó su despensa y cogió lo que le pareció conveniente, junto con una botella rara que ponía J-h-o-n-y W-a-l-k-e-r. Inmediatamente se fue bajo un árbol y allí devoró la carne… Era extraña, sabía a plástico y su nombre era M-c-D-o-n-a-l-d-s. Para dejar buen sabor de boca, bebió ese “agua” tan extraña, apenas de un trago. Sudores y euforia se hicieron fuertes en su cuerpo, comenzó a saltar sin sentido, a dar tumbos y marearse (era un Lumumba en estado incontrolado, bueno, aún más incontrolado). Salió a la pista de monstruos de acero (carreteras para nosotros) y allí tras una exhibición ridícula de guerrero machito, un jeep se lo llevó por delante.
Su entrada a la ciudad fue inconsciente, como toda su vida y por la puerta de urgencias de un centro hospitalario (la vida de Lumumba siempre ha tenido cierta urgencia… hacia el caos).
En los primeros estadios de su inconsciencia Lumumba soñó. Otro accidentado en su caso no hubiera sentido nada; se supone que el estado de inconsciencia es, por decirlo sencillamente, como cuando se funde un fusible pero Lumumba tenía que soñar. Y claro está soñó con lo que él conocía bien, la sabana. Cientos de leones y leonas paseaban amigablemente con él mientras mantenían animadas charlas sobre el sentido de la vida y el fin único de la existencia. No es que los leones no mantuvieran estas profundas charlas, pero nunca se ha sabido que compartieran esos pensamientos con humano viviente. Los leones de la sabana es lo que tienen, una fama de filósofos que para que vamos a contar. Pero no os extrañéis, Lumumba en algún recóndito lugar de su cerebro tenía algo parecido a la inteligencia, incluso si alguien especializado hubiera cogido al chico cuando aún era pequeño hubiera logrado hacerlo parecer hasta listo.
El hecho de que tuviese que salir a muy temprana hora de la mañana, con los cuatro trapos (3 de ellos en el atillo) y una lanza, fue el inicio de una nueva etapa de su vida, la adolescencia quedaba atrás, en ese poblado… Ahora ya era un hombre (bueno, un desastre de hombre) Nadie de su poblado sabía qué existía más allá del paraje Suruya, límite de seguridad marcado por esa tribu, más allá de ese perímetro la aventura era segura.
El sol despuntaba cuando Lumumba traspasaba el límite de Suruya, es decir, comenzaba LA AVENTURA, lo primero que se encontró fue un “charco” excesivamente grande que había que cruzar, y un barrizal con unos “troncos” que se movían torpemente hacia él… Intuyendo que aquellos “troncos” no le simpatizaban mucho (la comida vegetariana no había sido nunca su fuerte), inició el vadeo del río. Curiosamente esos troncos cuando entraban en el agua se volvían mucho más rápidos y amenazantes. Rápidamente también averiguó que no había sido buena idea cruzar a esas horas por ahí, su miedo fue creciendo, y un exceso de adrenalina se apoderó de él, dando muchas más brazadas de las que él creía posible, atravesando el “charco” rápidamente, los “troncos” se enredaron en una pelea por un desayuno inexistente, siendo uno de ellos el desayuno.
Más tarde descubrió que el nombre real de esos “troncos” tan poco recomendables era Cocodrilos.
Su cuerpo atlético comenzaba a resentirse de las aventuras al estilo “Mortadelo y Filemón”. Su sed comenzaba a ser la del desierto del Gobi. Definitivamente, toda aquella situación había que solucionarla. Al llegar a un claro, vio un monstruo que corría mucho y hacía un ruido infernal (para nosotros un todo terreno) y unos seres muy parecidos a él pero que parecían enfermos por el color tan pálido que tenían. Con una vestimenta un poco payasa. Nada propio para caminar por una sabana. Acechando y vigilando sus movimientos, en un descuido, asaltó su despensa y cogió lo que le pareció conveniente, junto con una botella rara que ponía J-h-o-n-y W-a-l-k-e-r. Inmediatamente se fue bajo un árbol y allí devoró la carne… Era extraña, sabía a plástico y su nombre era M-c-D-o-n-a-l-d-s. Para dejar buen sabor de boca, bebió ese “agua” tan extraña, apenas de un trago. Sudores y euforia se hicieron fuertes en su cuerpo, comenzó a saltar sin sentido, a dar tumbos y marearse (era un Lumumba en estado incontrolado, bueno, aún más incontrolado). Salió a la pista de monstruos de acero (carreteras para nosotros) y allí tras una exhibición ridícula de guerrero machito, un jeep se lo llevó por delante.
Su entrada a la ciudad fue inconsciente, como toda su vida y por la puerta de urgencias de un centro hospitalario (la vida de Lumumba siempre ha tenido cierta urgencia… hacia el caos).
En los primeros estadios de su inconsciencia Lumumba soñó. Otro accidentado en su caso no hubiera sentido nada; se supone que el estado de inconsciencia es, por decirlo sencillamente, como cuando se funde un fusible pero Lumumba tenía que soñar. Y claro está soñó con lo que él conocía bien, la sabana. Cientos de leones y leonas paseaban amigablemente con él mientras mantenían animadas charlas sobre el sentido de la vida y el fin único de la existencia. No es que los leones no mantuvieran estas profundas charlas, pero nunca se ha sabido que compartieran esos pensamientos con humano viviente. Los leones de la sabana es lo que tienen, una fama de filósofos que para que vamos a contar. Pero no os extrañéis, Lumumba en algún recóndito lugar de su cerebro tenía algo parecido a la inteligencia, incluso si alguien especializado hubiera cogido al chico cuando aún era pequeño hubiera logrado hacerlo parecer hasta listo.
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