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LA WEB-ONA

Delirando

Lumumba, El Éxodo 2ª parte

Pero volvamos a los delirios oníricos de Lumumba; dentro de lo variopinto que resultaba la población de la sabana, Lumumba siempre había sentido un especial aprecio por las hienas, no porque estos carroñeros tuvieran dos penes como pudiera creer cualquier mal pensador, más bien porque siempre estaban riendo. Ya podías estar dándoles palos que los bichos no paraban de reír y esa sin par alegría y ese positivismo a la hora de enfrentar la vida llenaban a Lumumba de un sentimiento que podríamos reflejar aquí como un no rendirse a la adversidad. Ya sabemos, ustedes y yo, que las hienas no se ríen que su fingida alegría no es más que un rictus genético. Pero que quiere que les diga, nunca nadie se atrevió a quitar tan pequeña ilusión a nuestro protagonista.
 
Y entre jeringazo de Novocaína y de morfina, es que eran pelín bestias los médicos de las urbes africanas, Lumumba no terminaba de salir de su estado letárgico. Ya podían darle de leches que no había manera y sólo cuando una de las enfermeras, un poco rarita ella, acunó las narices de Lumumba entre sus turgentes senos pareció Lumumba que daba unos débiles atisbos de consciencia. Sobre todo porque aunque el paciente no terminaba de despertar tuvo que intervenir medio servicio de seguridad del hospital para conseguir arrancar las manos de Lumumba de los maternales pechos. Todo  cosa del trauma infantil al perder a su madre a tan temprana edad y no haber tenido un destete adecuado.
 

Desde luego, viniendo de donde venía Lumumba  no se presentó ningún familiar para atenderlo por lo que las enfermeras y alguna doctora que otra tomaron bajo su tutela el restablecimiento emocional del chico cosa que desde luego Lumumba agradeció encarecidamente. Y ya fuera porque Lumumba jamás había tenido contacto con el mundo moderno o por su propia imbecilidad el traumático paso de la vida salvaje a la más pura civilización no causó ningún daño mental  que añadir al del destete.

La recuperación fue lenta cosa que agradecieron, como ya hemos dicho las enfermeras, alguna que otra doctora y la esposa del moribundo de la cama de al lado pues Lumumba pagó sus desvelos con lo único que era suyo, el hatillo con los tres trapos se quedó en medio de la carretera donde fue atropellado, y que siempre le acompañaría allá donde fuese; su extraordinario potencial amatorio o para ser más exactos  con su descomunal falo.  Porque los habitantes de la sabana no tienen pene, minga o manolita; tienen falo que es más como de selva y Lumumba podría llegar a ser lo que fuera pero la selva nunca salió de sus venas. Incluso mucho tiempo después, cuando vivía displicentemente en una enorme mansión de Beverli Hills  conservó en un pequeño cuarto el medio kilo de arena de la sabana que le extrajeron del estómago después del atropello. Medio kilo de arena y un par de bujías, pero conservar las bujías no le pareció muy tribal con lo que las desechó en un contenedor de restos humanos que encontró a su salida del hospital.

 
Bujías, que por cierto, provocaron un enorme incidente en la planta de reciclaje de restos humanos y que fue encadenando hechos hasta acabar con el derrocamiento del gobierno del país. Y es que  Lumumba en su imbecilidad congénita derrocó gobiernos y elevó ideales a los más altos estamentos mundiales. Mayormente porque la desconsolada acompañante del moribundo, vecino de habitación hospitalaria de Lumumba, a causa de la larga convalecencia de este cogió unas ladillas solo encontradas hasta aquel día en el aparato reproductor de las vacas selváticas. Y este hecho consagró a un afamado doctor especialista en enfermedades venéreas hasta llegar al estrado de la fastuosa Academia de la Música de Estocolmo donde fue a recoger su Nóbel en medicina  por haber acabado, no sin un arduo trabajo de investigación y constantes desvelos, con la mayor plaga de ladillas selváticas que jamás se conoció en el mundo entero. 

Lumumba, el éxodo. 1ª Parte

Tal vez fuese por sus anhelos de conocer otras tierras, tal vez  por los sueños de adolescentes, o simplemente porque era obligado a dejar esas tierras por patas.
 
El hecho de que tuviese que salir a muy temprana  hora de la mañana, con los cuatro trapos (3 de ellos en el atillo) y una lanza, fue el inicio de una nueva etapa de su vida, la adolescencia quedaba atrás, en ese poblado… Ahora ya era un hombre (bueno, un desastre de hombre) Nadie de su poblado sabía qué existía más allá del paraje Suruya, límite de seguridad marcado por esa tribu, más allá de ese perímetro la aventura era segura.
 
El sol despuntaba cuando Lumumba  traspasaba el límite de Suruya, es decir, comenzaba LA AVENTURA, lo primero que se encontró fue un “charco” excesivamente grande que había que cruzar,  y un barrizal con unos “troncos” que se movían torpemente hacia él… Intuyendo que aquellos “troncos” no le simpatizaban mucho (la comida vegetariana no había sido nunca su fuerte), inició el vadeo del río. Curiosamente esos troncos cuando entraban en el agua se volvían mucho más rápidos y amenazantes. Rápidamente también averiguó que no había sido buena idea cruzar a esas horas por ahí, su miedo fue creciendo, y un exceso de adrenalina se apoderó de él, dando muchas más brazadas de las que él creía posible, atravesando el “charco” rápidamente, los “troncos” se enredaron en una pelea por un desayuno inexistente, siendo uno de ellos el desayuno.

Más tarde descubrió que el nombre real de esos “troncos” tan poco recomendables era Cocodrilos.

 
Su cuerpo atlético comenzaba a resentirse de las aventuras al estilo “Mortadelo y Filemón”. Su sed comenzaba a ser la del desierto del Gobi. Definitivamente, toda aquella situación había que solucionarla.  Al llegar a un claro, vio un monstruo que corría mucho y hacía un ruido infernal (para nosotros un todo terreno) y unos seres muy parecidos a él pero que parecían enfermos por el color tan pálido que tenían. Con una vestimenta un poco payasa. Nada propio para caminar por una sabana. Acechando y vigilando sus movimientos, en un descuido, asaltó su despensa y cogió lo que le pareció conveniente, junto con una botella rara que ponía  J-h-o-n-y   W-a-l-k-e-r. Inmediatamente se fue bajo un árbol y allí devoró la carne… Era extraña, sabía a plástico y su nombre era M-c-D-o-n-a-l-d-s. Para dejar buen sabor de boca, bebió ese “agua” tan extraña, apenas de un trago. Sudores y euforia se hicieron fuertes en su cuerpo, comenzó a saltar sin sentido, a dar tumbos y marearse (era un Lumumba en estado incontrolado, bueno, aún más incontrolado). Salió a la pista de monstruos de acero (carreteras para nosotros) y allí tras una exhibición ridícula de guerrero machito, un jeep se lo llevó por delante.
 
Su entrada a la ciudad fue inconsciente, como toda su vida  y por la puerta de urgencias de un centro hospitalario (la vida de Lumumba siempre ha tenido cierta urgencia… hacia el caos).
 
En los primeros estadios de su inconsciencia Lumumba soñó. Otro accidentado en su caso no hubiera sentido nada; se supone que el estado de inconsciencia es, por decirlo sencillamente,  como cuando se funde un fusible pero Lumumba tenía que soñar. Y claro está soñó con lo que él conocía bien, la sabana. Cientos de leones y leonas paseaban amigablemente con él mientras mantenían animadas charlas sobre el sentido de la vida y el fin único de la existencia. No es que los leones no mantuvieran estas profundas charlas, pero nunca se ha sabido que compartieran esos pensamientos con humano viviente. Los leones de la sabana es lo que tienen, una fama de filósofos que para que vamos a contar.  Pero no os extrañéis, Lumumba en algún recóndito lugar de su cerebro tenía algo parecido a la inteligencia, incluso si alguien especializado hubiera cogido al chico cuando aún era pequeño hubiera logrado hacerlo parecer hasta listo.

Lumumba ese adolescente

Corrían los 12 años por las venas de Lumumba, sus hormonas comenzaban a hacer estragos en su cuerpo, y los sueños de guerrero, se entremezclaban con ensoñaciones eróticas, desembocando muchas veces en poluciones nocturnas y diurnas. Estas ensoñaciones se acentuaban, al estar viviendo con la familia del hechicero. Sus dos hijas Nikimba y Rual eran dos bellezones gemelos de constitución sexual sin precedentes. Ambas jugaban a ser las madres adoptivas de Lumumba, puesto que eran un par de años mayores que él. El cambio hormonal de nuestro amigo le hacía ser un proyecto de un “negrazo” que diríamos los blancos. Su virilidad estaba fuera de toda duda y día a día comenzaba a despuntar como uno de sus mayores “activos” ,  en perjuicio de su Sentido Común que disminuía progresivamente y con relación al crecimiento de sus atributos.
 
            Soplaban las 14 primaveras de este botarate, cuando un buen día, y tras padecer un resfriado sabanero (de la Sabana, me refiero), las enfermeras Nikimba y Rual dedicaban parte de su tiempo a cuidar a ese tesoro que pronto le daría unos “excelentes momentos” (la brujería de aquellos cuerpos femeninos pronto curaría el mal de Lumumba, pero encendería otro, aún más difícil de apaciguar). Las fiebres habían hecho delirar más de lo necesario al muchacho, por lo que las enfermeras no cesaban de rondarla con sus hechizos, aquella noche fue interminable, tiritonas y sueños incoherentes, hicieron que las dos hechiceras, desnudas, se arrimaran al cuerpo convaleciente de Lumumba. El día llegó con nuevas perspectivas de vida, y un nuevo Lumumba renació de entre los cuerpos macizos de las bellas hechiceras… Claro que después de aquella experiencia, quiso repetirla diariamente, por la mañana, al mediodía, en la merienda y a la hora de la cena. Por decirlo de una forma suave, “era una enfermedad incurable”.
 
El hechicero se enteró como por casualidad, Indigna (la chismosa del poblado) le fue con el cuento. Y Lumumba dejó de “mamar” de las fuentes de la “sabiduría”. Tuvo que resolver pronto el problema de alojamiento, y con ayuda
de sus enfermeras logró hacer una choza acorde con su status (un picadero de 30 pajas cuadradas, medida que se utilizaba desde la muerte del Jefe Yinga Dura (viejo que cuando no tenía pareja se masturbaba entre las hierbas).

Y ese fue su casa,  y su forma de ganarse la vida, el primer prostituto de un poblado africano. Allí iban desde la mujer despechada del guerrero cascarrabias hasta las hijas del hechicero. Estas habían hecho una campaña publicitaria sin igual en el poblado.

 
La fama de play boy se extendió pronto por todo el territorio. Ya con 17 años, era un mito sex-simbol para las mujeres y un mito sexual para los hombres. Todo esto duró muy poco, un día de otoño tuvo la grave ocurrencia de acostarse con la mujer del jefe de una tribu enemiga, iniciándose una guerra tribal. ¿Consecuencias? La expulsión del poblado a cambio de un armisticio.
 
Lumumba maldijo su armamento, mientras el agua de la única tormenta de todo el verano arreciaba sobre su cuerpo…
 

Y así comenzó la época del destierro…

 

Fdo. Fuentes apócrifas infernales 

 

 

La herencia Lumumba

Pero a nuestro Lumumba también le acontecieron otros hechos que sin su intervención se tornaron muy surrealistas. Lumumba tenía un padre, desnaturalizado pero a las cuentas padre. Como ya dijimos la madre murió de parto al nacer la criatura y poco después el padre le dejó en manos del brujo para que se ocupara de él. El Señor Padre como le llamaba Lumumba y en contra del consejo de toda la tribu y de las costumbres nunca volvió a tomar esposa; él decía que se debía a que el amor tan enorme que profesaba a la difunta le impedía volver amar a mujer alguna como esta se merecía, aunque en confidencia os contaré que la verdad indiscutible de la viudedad empedernida del hombre era que temía volver a engendrar  otro Lumumba.
No es que el hombre no tuviera sus escarceos amorosos con las mozas tribales de moral más distraída en “un aquí te pillo, aquí te mato” detrás de cualquier matojo. Y no es que alguna de estas mozas no engendrara más de un crío con rasgos ligeramente parecidos a Lumumba pero esos hijos ya no eran problema del padre desnaturalizado. Y es que Lumumba le recordaba tanto a un abuelo suyo, hemos de decir que fue el causante de la casi extinción de la tribu, que cuando fornicaba y por cualquiera que fuese la causa le venía a la memoria su legado para la humanidad  la cosa decaía al instante y tampoco era cuestión de rebajar el pabellón sexual de la familia.
 
Y estando entre estos menesteres y otros parecidos llegó al poblado de al lado una remesa nueva de alegres chicas de virtud condescendiente; claro está que aquello causó ciertos desarreglos hormonales en todos los hombres de la tribu de Lumumba y circundantes;  y durante una temporada todos los hombre de la tribu, en edad reproductora y los otros que se ayudaban para cumplir como hombres de los mejunjes de los brujos, fomentaron el intercambio intercultural.

Pero como todo en esta vida cansa y debido, también, a que las legítimas comenzaron una huelga a la japonesa en los que se refería a cualquier tipo de relación marital con sus respectivos la cosa del intercambio intercultural decreció notablemente. Lo cual no es óbice para que algunos, libres de ligaduras maritales, continuaran visitando el lupanar aborigen.

Desde luego las citadas mozas no ofrecían sus favores sin más. De alguna manera debían de amortizar los años empleados en el estudio del romántico y lucrativo arte amatorio, que ellas llamaban licenciatura de Relaciones Públicas en el ámbito rural, y por cada favor más o menos estudiado recibían en compensación un emonumento que generalmente consistía en media docena de gallinas ponedoras por el alquiler del local  y un ternero temprano por la asistencia especializada. Incluso, y es que no las podemos negar la inteligencia administrativa, crearon una tarifa plana que permitía varias visitas para recibir asesoramiento por un pago único y mensual de 40 gallinas ponedoras y dos vacas en edad reproductora.
 
Y no debemos engañarnos, el padre de Lumumba no era para nada  un potentado, más bien tenía la suerte de conservar unos ahorrillos de su época de guía de excursionistas blancos. Unos ahorros que había ido invirtiendo en vacas y gallinas consiguiendo, de esa manera, tener una buena cantidad de cabezas vacunas  y aviares. Lo que se dice para tener una vejez relajada. Pero señores, la edad no perdona; y el padre de Lumumba pedió, después de un accidente con una botella de coca cola arrojada sin miramientos desde un boing 727 conjugado con la pila de años que acaparaba el hombre; perdió,

decíamos, el buen funcionamiento de los enlaces neuronales y en una de sus visitas al lugar de desfogue sexual  y teniendo que pagar por los servicios requeridos, que no eran muchos ya que las cosas no eran como 30 años atrás ni funcionaban como entonces, no se le ocurrió otra cosa que proveer a la moza de la llave del corral para que ella misma se cobrara. Y ya fuera que la moza andara más necesitada de lo habitual o que la vista de la llave la provocara unas ansias ilimitadas de gallinas y terneros al irse a cobrar los servicios donde debía de poner 4 escribió 400.

 
Lumumba acostumbraba a visitar con frecuencia el legado familiar, por eso de recrearse el los bienes que le estarían por venir al ser el único descendiente reconocido y legal; y cuando descubrió que tal legado había, poco menos, que desaparecido increpó a su progenitor. Y es que Lumumba podía ser medio gilipollas pero en cuestión de  cuartos no se le escapaba una. El padre, que nunca sabremos si alguna vez se dio cuenta de la faena que le habían hecho

hasta el momento en que su hijo le recriminó  o que la vergüenza le impidió reclamar, intentó defenderse como lo hace todo el que es pillado en una falta muy gorda, es decir atacando.

 
Y de sopetón se encontró Lumumba sin herencia y encima acusado de abandonar a su anciano padre cuando todos sabemos que fue al revés. Aquel día debía ser que había alguna conjunción estelar rara, de esas que se dan cada cien mil años, que Lumumba tubo una buena idea. Si su padre negaba la mayor, que no había tenido ningún intercambio intertribal,  y que como aseguraba la herencia había desaparecido por una apropiación indebida de la llave del corral Lumumba obligó a su padre a presentar denuncia en la gran asamblea de jefes tribales de la región.
hasta el momento en que su hijo le recriminó  o que la vergüenza le impidió reclamar, intentó defenderse como lo hace todo el que es pillado en una falta muy gorda, es decir atacando.
 
Y de sopetón se encontró Lumumba sin herencia y encima acusado de abandonar a su anciano padre cuando todos sabemos que fue al revés. Aquel día debía ser que había alguna conjunción estelar rara, de esas que se dan cada cien mil años, que Lumumba tubo una buena idea. Si su padre negaba la mayor, que no había tenido ningún intercambio intertribal,  y que como aseguraba la herencia había desaparecido por una apropiación indebida de la llave del corral Lumumba obligó a su padre a presentar denuncia en la gran asamblea de jefes tribales de la región.

 

Lumumba: La leyenda continúa

 Siguiendo con la estela de su vida, haremos referencia a cierto episodio, para lo cual es conveniente informar al lector de ciertas curiosidades de la zona donde vivía Lumumba. El poblado oriundo de nuestro afortunado protagonista se encontraba justo en medio de la ruta migratoria del elefante africano. De esta manera dos veces al año numerosas manadas de elefantes atravesaban, formando un  follón de espanto, la única calle del poblado. A causa del ímpetu migratorio no había año en que no fallecieran varias gallinas aplastadas por los plantígrados. Varias gallinas y el jefe de la tribu, el bien afamado y venerado por todos Yinga Dura.
 

¿Que cómo puede ser que un venerable anciano acostumbrado al trasiego elefantil falleciera a consecuencia de tan tiernos e inofensivos animales? Muy sencillo, la causa fue Lumumba

Lumumba acababa de cumplir los tiernos 10 años, se pasaba las horas observando los rituales matrimoniales de los jóvenes de la tribu, cosa que desde luego al jefe no le hacía ni pizca de gracia ya que de  varios de aquellos juegos era formal  protagonista Yinga Dura; sus esposas tenían cierta propensión a comer setas envenenadas lo que hacía que el viudo reiterado tomara nueva esposa con frecuencia.
 

Sucedió que un lamentable día el jefe estaba ocupándose de los menesteres propios de cualquier recién casado cuando oyó crujir, eso sí levemente, uno de los costados de la cabaña nupcial. Levantó la vista de sus quehaceres y pilló a Lumumba absorto en el estudio del antiguo arte de la fecundación. Tan absorto estaba Lumumba estudiando los senos de la recién casada que apenas se percató de la aparición, a su espalda, del jefe Yinga.

Sus dientes, los de Lumumba, rechinaron contra la mierda de vaca que recubría la cabaña con tan mala suerte que terminó con la mandíbula desencajada a causa del cogotazo que le propinara el jefe. Como estamos hablando de la más inhóspita sabana carente de todo tipo de asistencias sanitarias y teniendo en cuenta que al brujo de la tribu Lumumba le importaba un carajo la suerte del muchacho con el tiempo la mandíbula jamás volvió a su originario lugar provocando un rictus de difícil mirar.
 
Pero volvamos a tan aciago día, Lumumba pillado en la falta y con la mandíbula colgandera se volvió hacia el causante del mal. Y como quisiera la suerte, también, que al tiempo pasara por el lugar un solitario reptil reptante

que se vio aplastado por el peso, que no era poco, del jefe Yinga Dura; el pobre animal se defendió como bien pudo y asestó fenomenal mordisco en el aparato reproductor del afamado regidor de la tribu. El jefe que se vió prisionero del mortal mordisco en tan delicada parte comenzó a correr por todo el poblado con el pobre animalico colgando.

 
Desde luego las mujeres del a tribu no eran lo que se puede decir unas catetas, aunque se hubieran criado en la sabana, y entre los gritos del jefe que más bien parecían de alegría y lo rápido que corría este por entre las chozas muchas pensaron que la fama erótica del gran jefe no era un cuento chino de los que se suelen contar en las reuniones de comadres aborígenes. Pero la mala suerte no se cebó únicamente en el aparato reproductor de Yinga, quiso el destino que por ser año bisiesto la migración del elefante se adelantara media hora y coincidiera en el espacio y en el tiempo con la fuga desesperada del buen hombre.
Al cabo de varios días los más intrépidos de los cazadores de la tribu que salieron en busca de los restos del jefe volvieron con una espachurrada piel de serpiente que aún conservaba entre sus mandíbulas un inflamado y amoratado apéndice amatorio.
 
El gran jefe Yinga hubiera muerto de todas maneras por el efecto letal de la mordedura de la pobre serpiente, pero eso nunca quedó en los anales históricos de la tribu sin embargo lo que sí quedó constatado por los siglos de los siglos fue que cada vez que un gran jefe de la tribu tomara nueva esposa, ya fuera por los efectos de las setas venenosas o cualquiera otra circunstancia, Lumumba era atado a la acacia más alejada de la aldea; atado por los pies por si había suerte y algún buitre despistado no caía en la cuenta que la presa que tan fácilmente se le ofrecía era un muchacho sano y no pura carroña. Pero nunca se dio tal casualidad, o bien los buitres de la sabana eran muy listos o Lumumba tenía una suerte del demonio; del demonio de la sabana claro está.

 

La leyenda de Lumumba: Nacimiento

La leyenda de Lumumba: Nacimiento

Sería muy bucólico y romántico imaginarnos a Lumumba como un aguerrido cazador de la sabana africana pero no debemos de caer en esa provocación, Lumumba era básica y sencillamente medio gilipollas. Si tenemos en cuenta que murió a una edad relativamente temprana devorado por le león más falto de la susodicha sabana africana entenderemos el porqué del apelativo.

 

 

 

Y es que su vida, corta, estuvo plagada de aventuras, todas ellas,  a cual más estrambótica y surrealista. Lumumba nació una tempestuosa noche estival, los rayos y truenos retumbaban en la choza de barro y mierda de vaca mientras el gurú de la tribu entonaba los típicos cantos rituales para tal evento. No es que la noche hubiera tenido nada de especial si Lumumba hubiera nacido en, pongamos por caso, Rumania; pero una noche tan tenebrosa en plena sabana, en el mes de agosto, y rodeado de antílopes y leopardos  no era lo que se puede decir de lo más típico y turístico. También debemos de contar que a causa del parto la madre murió lo cual con el paso del tiempo, creo yo, debió de agradecer a sus dioses pues acababa de parir a lo que genuinamente se puede llamar un graciosillo patán.  

 

Tampoco se debe achacar al narrador estar bajo los efectos de una sidra de El Gaitero, aunque sea verdad, cuando narra de forma tan irónica los hechos que acontecieron al gañan en cuestión; es que de verdad la cosa tenía cola. Que Lumumba prometía no ser un aborigen al uso ha quedado poco menos que claro pero tampoco podemos recrearnos en la insustancialidad de este ser; en el fondo no era mala persona aunque el viudo padre renegara de él cuando a penas era un infante y quedara al cuidado del gurú de la tribu. Hasta cierto punto los avatares de su infancia pudiera ser que forjaran cierta parte de su carácter, el gurú tenía cosas más importantes que hacer que ocuparse de un muchachillo y como que se veía que el chico no prometía para las labores propias de un brujo de tribu que se precie el gurú optó por dejar a la buena de dios la educación de Lumumba. 

 

No está de más contar que a muy temprana edad Lumumba provocó más de un altercado como cuando decidió que las vacas de la tribu tenían un pelaje muy aburrido y robó los tintes que las mujeres de las tribus usaban para decorar sus cabellos y embadurnó con ellos a todo bicho viviente que encontró en los corrales. Como quiera que fuese que a los hombres de la tribu les causaba mal fario tener vacas a rayas rojas y negras en sus establos y desconociendo que tal hecho había sido provocado por Lumumba,  decidieron sacrificarlas a todas no fuese que a los dioses de la sabana tal decoración les provocara mal estar. Cosas de tribus de la sabana. Y efectivamente a los dioses de la sabana no debió de serles muy agradables los vistosos colores de los pobres animales cuando los buitres que devoraron a los sacrificados animales cayeron muertos después de haber comido tan exótico y decorado manjar. Desde luego si esto hubiera ocurrido en otra parte del mundo cualquier químico les hubiera dicho que los aditivos con que se había ornamentado a las vacas habían provocado una severa intoxicación en los buitres; y que la muerte de estos no se debía a otra cosa que a la leche que se pegaban contra el suelo después de empezar a notar los efectos de los químicos del tinte que acababan de ingerir. Sólo mucho tiempo después Lumumba confesó que él era el causante originario del tal hecho cosa que a alguno de los más ancianos de la tribu provocó más de un infarto.

 

 

 

Y entre este suceso y otros de semejante pelaje Lumumba consiguió llegar a la pubertad.

Rosas del Infierno

El chico de repartos de Interflora paró su vespino justo delante de la puerta; temblando esgrimió el gigantesco llamador con forma de gárgola penitente.

 

-Toc, Toc – retumbó sin miramiento el llamador.

-Ya vaaaaaaaaaa.- se oyó al otro lado de las gigantescas puertas.

 

Una de las hojas de la ajada madera se deslizó silenciosamente aunque al mozalbete de vespino le pareciera que miles de trompetas clamaran el final del mundo.

 

-         Y tú ¿qué quieres? Hoy no tengo a nadie apuntado.

-          No mire usté, que yo sólo traigo un mandao- al tiempo que extendía por la rendija abierta un fastuoso y delicado ramo de rosas amarillas.

-         Y esto ¿par quién coños es? Mira que no tengo tiempo de jilipolleces.

-         Tiene tarjeta- gritó el mozuelo mientras se alejaba a toda leche dando pedales como loco a su vespino.

 

Con un suave roce el mayordomo abrió la puerta del despacho, Lucifer estaba atareado con el balance de fin de año que no terminaba de cuadrar, últimamente el carbón se había puesto por las nubes y quizás sería buena idea cambiar el combustible del averno por nuevos sistemas alternativos de combustión a la par que evitaría ese constante moqueó que le producían los humos propios del quemar pecadores. Al fin y al cabo en el cielo estaba dando buen resultado la energía solar.

 

-         ¿Qué quieres?

-         Su maléfica malignidad, tiene un ...........un...........

-         Un ¿qué?

-         Un envio de fuera

-         Pues no sé a que esperas para dármelo

-         Es que.........

-         Trae acá palurdo.

 

El mayordomo dejó el magnifico y fragante ramo sobre la mesa, justo encima de la calculadora científica que estaba usando Su malignidad. Despacio, muy despacio se alejó sin dar  la espalda a su amo, por lo que pudiera pasar, al tiempo que susurraba – Tiene tarjeta-.

 

Su malignidad  rebuscó, no sin cierto cuidado por lo que pudiera pasar ya sabéis, entre las delicadas flores en busca de la dichosa tarjeta.

Encontró un diminuto sobre y lo abrió, mientras leía la misiva su agria  cara se torno en con un leve gesto en el reflejo, dentro de lo que cabe hablando de quién hablamos, de las propias rosas. Entonces Su malignidad se revolvió en su trono, de su espalda comenzaron a surgir unas bellas y refulgentes alas blancas y su vestimenta negra y fúnebre se tornó nívea y pura.

 

La figura de su malignidad ascendió lentamente hacía su primigenio hogar mientras el mayordomo veía la escena con un susto del copón. Cuando su malignidad mutado despareció de los ojos del sirviente este advirtió que la nota aún reposaba sobre la calculadora científica junto al enorme ramo de rosas, la tomó y leyó:

 

“Quieres dejar de hacer el imbécil y venir a casa que estamos esperándote para cenar”

Fdo. Dios

 
 

Próxima estación..............Chamberí

Primavera 2003
 
 
            La pandilla de grafiteros accedió a la estación de Bilbao cargados con sus mochilas llenas de sprays. Habían quedado para  colarse en la estación de Chamberí y allí, tranquilamente, plasmar su arte en las  paredes vírgenes de la vieja estación abandonada. No les importó que les vieran los demás pasajeros que esperaban la llegada del metro. Saltaron a las vías y comenzaron a correr armados de linternas. Salvaron la distancia en menos de un minuto, esta era corta, casi se podía ver la estación de Chamberí  desde la de Bilbao si no fuera por que las luces de la primera estaban apagadas.
 
            Alumbraron  con sus linternas hasta descubrir la oficina del jefe de estación, uno de ellos entró en ella y encendió las luces. Los demás se colaron por el acceso  y empezaron  a decorar las paredes. La pintura de los spray se agarró con firmeza a los azulejos.
 
- Iván, pásame el bote azul ultramar, esto está casi acabado.
- Tío el bote ese le tenías tú, además date prisa los otros ya han terminado y están haciendo el jili en la oficina del jefe de estación, se van a cargar la puerta.
- No jodas chaval me la suda, que se carguen lo que sea, ve a darte una vuelta por ahí que ni pintas ni dejas pintar.
 
......................................................................
 
20 años antes. Verano de1983
 
 
            Santiago Beltrán, de oficio constructor, abandonó el restaurante embriagado por los vapores etílicos del vino; cosecha  del 82, Blanco Macabeo. Un año poco afortunado en caldos en opinión de su bien estimado amigo, Manuel Carabás. El peso del calor de agosto cayó de plano sobre Santiago al abandonar el mesón. Una mosca le incordió. El animal revoloteó en sus narices haciendo vibrar sus alas bajo las fosas nasales; manoteó  intentando apartar  a la Psycoda Alternata; se sintió bastante ridículo.
 
            Las calles del estival  Madrid estaban casi desiertas a esas horas, probablemente quienes no estuvieran veraneando en la playa estarían durmiendo la siesta o al reparo de los calores de la sobremesa. Santiago, ahora levemente mareado,  caminaba  Bravo Murillo abajo  procurando por  no llamar excesivamente la atención de los escasos viandantes con los que se cruzaba; se detuvo en el semáforo, en rojo para los vehículos, de Bravo Murillo esquina Anastasio Herrero; el conductor de Renault 1200 le instó con la mano a que cruzase pero aún así dudo, no estaba muy seguro de si su camino era el adecuado para llegar a la estación de metro de Estrecho. Aunque con la vista algo nublada acertó a ver a lo lejos la  inconfundible arcada de hierro fundido de una estación del metro y el logotipo de éste. Entonces decidido cruzó la calle, un  claxon le sobresaltó, el Renault 1200 color oro viejo arrancó dejando a Santiago con un pie en el asfalto y otro en la acera. A pesar del susto vio el gesto obsceno que con la mano le hacía el  conductor. El Renault 1200 se perdió Bravo Murillo arriba  dejando escapar de su interior los acordes  de una  copla “a la Parrala le gusta el vino, ni el aguardiente , ni el marrasquino................”.
 
            La boca del metro le recibió con una sacudida de un aire  viciado  con acre olor a goma vieja y  con cientos de ecos. Al fondo de la escalinata y sobre la rejilla de desagüe un torbellino arremolinaba  varios papeles, paquetes de tabaco vacíos y ya obsoletos billetes del metro. Los cierres metálicos y las puertas cristaleras totalmente abiertas daban paso al vestíbulo, a la derecha la taquilla parecía estar  vacía; dentro, semiescondida, una mujer de mediana edad leía una novela de Corín Tellado. Su uniforme azul marino lucía impecable, sobre la camisa blanca y la corbata, de nudo pequeño, también azul marino. Santiago esperó paciente a que la taquillera le atendiera, ésta levantó la mirada  y se encontró con la del hombre. Ambos se miraron esperando nadie sabe que, por fin Santiago introdujo bajo el cristal blindado una moneda de 100 pesetas con la efigie del rey; a continuación de una rendija en la encimera  emergió el billete, el rectángulo amarillento impreso en negro fue retirado con desinterés. Cuando se marchaba Santiago escuchó un repiquetear en la luna de la garita, miró, la taquillera le mostraba el cambio que olvidaba recoger.
 
            Las escaleras mecánicas descendían cadenciosamente, al final de un largo pasillo se desembocaba en el andén; Santiago esperó paciente la llegada del convoy , prerrogativa, la de la paciencia, de hombre de provincias poco influenciado del estrés madrileño. El andén estaba poco concurrido, dos ancianas vestidas de negro agarradas una a otra por el brazo y un joven de mirada distraída. En el andén de enfrente una chica  con una minifalda  de cuadros escoceses acompañada de otro joven con un poncho multicolor totalmente anacrónico  con el calor reinante en el exterior. Todos levantaron la vista cuando se oyó el ensordecedor ruido de los vagones que se acercaban, todos miraban a un lado y a  otro para tratar de ver, antes que nadie, por donde venía. Como siempre ocurre en estos casos fue al andén de enfrente donde llegó en primer lugar el metro.
 
            Vio a través de las ventanillas del vehículo como la pareja entraba y se acomodaba en los asientos, así como dos o tres personas descendían y se alejaban hacia la salida. El silbato anunció la salida y el convoy  emprendió la marcha. Desapareció  dirección  Tetuán llenando la boca del túnel  y cuando todos los vagones abandonaron la estación el semáforo en el andén se puso en rojo.
 
 
            El gusano rojo , impecable y brillante, hizo su entrada en la estación, llegaba con algo de retraso de acuerdo al horario previsto, el jefe de estación de  Plaza Castilla  le había avisado al conductor que se estaban produciendo intermitentes cortes del fluido eléctrico, pero aún así en  las próximas estaciones le avisarían  de las medidas que desde la sala de control iban a tomar. Llegó a la estación de estrecho sin ningún altercado eléctrico, paró y abandonó la  cabina, el jefe de estación se acercó a él desde su oficina en el andén. A estas alturas del mes de agosto y a las cuatro de la tarde el tráfico de personas que usaban el metro era reducido, apenas   tres valientes que se aventuraban a salir de sus casas dejando  allí el consuelo de los ventiladores y de los aparatos de aire acondicionado.
 
            Las ancianas  entraron en el primer vagón acomodándose en la fila de asientos correlativos paralelos a las ventanillas. Santiago tomó el cuarto vagón; allí  tan solo estaba  un hombre de mediana edad que leía el diario Pueblo. El compañero de viaje  levantó levemente la mirada y siguió leyendo el artículo de Pablo Torres sobre  Francisco Pérez Abellán. Los asientos plásticos acogieron a Santiago como si de una mecedora se tratasen. La empanada gallega del restaurante donde habían comido , La Anduriña, empezaba a pasarle cuentas a su estómago y los efectos del vino no terminaban de pasarse. El asiento que ocupaba estaba de espaldas al andén, y más que mirar al frente Santiago se recreaba mentalmente  en los acontecimientos del día. Ahora recordaba , con cierta vergüenza, el nerviosismo que había sentido esperando en la barra del restaurante la llegada de sus antiguos compañeros de armas. La alegría del primer abrazo , después de tantos años, al sin par  Manuel Carabás; más gordos todos, más calvos y más viejos pero contentos de recordar sus batallas de la mili. Una sonrisa cómplice se dibujo en sus labios rememorando  la sobremesa  presidida por una botella de coñac Soberano. El silencio terminó por adormecerle.
 
            El conductor y el jefe de estación esperaban charlando  la llamada de la sala de control. El teléfono sonó desde el cubículo incrustado en  la pared del andén. El jefe se dirigió allí, descolgó el pesado y anticuado auricular negro.
 
 
- Aquí el jefe de estación de Estrecho
- Aquí sala de control ¿eres Manolo? Soy Jacinto
- Qué pasa chavalote, ¿qué cojones nos estáis haciendo hoy? Tengo al maquinista del 456 esperando.
- Yo que sé tío, las putas líneas eléctricas que no paran de joder; dile que cuando llegue a la estación de Chamberí pare hasta recibir ordenes.
- ¿Y como coños se va a enterar que puede continuar?
- Dile que los semáforos funcionan , cuando se ponga verde que continúe con precaución. Ya hemos encendido desde aquí las luces de andén, supongo que funcionaran.
- Venga Jacinto , paso la orden; y a ver si quedamos uno de estos días.
- Ja, ja, ja pero que cabrón eres Manolo, ¿te deja la mujer salir solo?
- Que la den por culo, espero que me llames.
 
            El vehículo emprendió la marcha  mientras Santiago seguía adormecido; era consciente del ruido de los otros trenes al cruzarse  y de las paradas en las que entreabría los ojos para cercionarse de quien subía y quien bajaba. No se preocupó de mirar los nombres de las estaciones en la seguridad de que su parada era la última, Atocha, donde debía de hacer trasbordo a la estación del tren .Las luces se reducían considerablemente cada vez que abandonaban una estación haciendo más dulce el sueño.
 
            El convoy se detuvo en la estación de Chamberí, el conductor se asomó a la puerta del primer vagón para comprobar que ningún pasajero despistado se bajaba en ésta. El semáforo que colgaba justo a la entrada del túnel en la cabecera del andén continuaba en rojo. Hacía años que esta estación no se usaba  si no era para cortas paradas ocasionadas, como era ahora el caso o por algún problema técnico. Al conductor no le hacía ninguna gracia cuando esto sucedía; la estación  estaba sucia , abandonada y además era pequeña .
 
 En el andén sólo cabían cuatro de los seis  vagones  dos se quedaban  dentro del túnel , lo que ocasionaba cierto malestar a los viajeros. El metro era el más usado de los transportes públicos, pero siempre provocaba un respeto a los pasajeros. Esa necesidad animal del ser humano de respirar aire fresco y de ver los rayos del Sol se veía aquí coartada. La gente en el metro se comportaba de forma taciturna. Siempre miraban a sus espaldas cuando caminaban solos por alguno de los accesos, había observado en sus 15 años de trabajo en el subsuelo que la gente nunca se arrimaba a las paredes, siempre intentaban caminar por el centro de los pasillos, allí donde los techos eran más altos, chocándose unos con otros. Incluso en los suelos se notaba más el desgaste del pavimento en ésta zona.
 
            Todos los empleados del metropolitano sabían que , a veces, ocurrían cosas raras. También había mucha leyenda urbana sobre algunas estaciones pero otras cosas que contaban hacían poner los pelos de punta al más valiente; incluso algunos de sus superiores jerárquicos  bajaban la vista cuando recibían alguna queja sobre fenómenos poco naturales sufridos  por parte de los maquinistas , de los de la limpieza, de la gente de mantenimiento o de cualquier otro empleado.
 
 
            Maldita la gracia que le estaba haciendo permanecer tanto tiempo varado en la estación; la verdad es que le estaba empezando a embargar un sentimiento de soledad mirando aquel andén; una recia capa de polvo rojizo cubría todo el suelo, ninguna pisada ni ningún rastro de vida se denotaban en él. También le inquietaba no oír ningún ruido, esto hacía que la sensación de soledad creciera más en su espíritu. Lanzaba continuas miradas al semáforo pero este continuaba en ámbar. No se atrevía a poner un pie en el andén, hacerlo rompería la inmaculada capa de polvo y  le hacía sentir, el pensarlo siquiera, como si estuviese mancillando siglos de eternidad. La imaginación se desbordó recreando escenas de un  Madrid castizo de mediados de los años 20. Damas vestidas de chulapas esperando la llegada del metro para bajar a la verbena de las Vistillas. Chiquillos correteando por el andén detrás de su Ori-ori  hasta hacerlo chocar contra las paredes. Parejas de novios  con las manos entrelazadas, ella muy arrimada a él, temerosa de la oscuridad  de los túneles y ataviada con un primoroso vestidito de gasa en un malva muy tenue y unos botines de charol relucientes, acordonados hasta los tobillos; él insuflado de un heroicismo chulesco manteniendo la espalda muy erguida mirando a un lado y a otro despechando con sus ademanes y haciendo gala de su propiedad. Una canción llegó a su mente y la tarareo al tiempo que seguía el ritmo con un pie.
 
-Por ser la Virgen de la Paloma, un mantón de Manila-la-la....... te voy a regalar........
 
            Los personajes de su imaginación se volvieron hacia la fuente de la melodía, la novia  temerosa le lanzó un guiño y una sonrisa. Todos los ocupantes del andén entraron en los vagones ante la mirada atónita del conductor que veía estupefacto como los personajes de su ensueño escapaban a su control. Se restregó los ojos , no había nada en el andén, aquella maldita estación le hacía desvariar , todo continuaba tal  cual estaba segundos antes.
 
            A su espalda sonó un clic seco, sobresaltado se volvió, el semáforo acababa de cambiar a verde, avergonzado sonrió con una mueca. Echo un último vistazo al andén para asegurarse que ningún pasajero había descendido mientras buscaba a tientan la palanca que cerraba las puertas; el silbato incorporado al mecanismo de cierre sonó y ya dirigiéndose hacia el puesto de conducción oyó el sonido percutor que hacían las puertas al cerrarse. El convoy comenzó la marcha acelerando con rapidez, cuando el último vagón abandonaba la estación un eco  se extendió por los andenes.
 
- Un mantón de Manila-la-la te voy a regalar........
 
            Santiago se sobresaltó al oír el ruido del silbato, entre sueños había sido consciente de la larga parada del vehículo pero se le hizo que en algún momento su sueño había sido más profundo y quizás ya habían llegado a la estación de destino. Desorientado se levantó de un salto , sin fijarse,  descendió del vagón al tiempo que las puertas comenzaban la maniobra de cerrado. Su compañero de viaje , aún con el Diario Pueblo en las manos, levantó la cabeza de su lectura ; no le dio más tiempo que a comenzar a levantar el brazo en señal de aviso.
 
            Quedó en el andén , de espaldas a las vías , sintiendo la fuerza centrifuga de la aceleración en su espalda. Sólo entonces de  dio cuenta del error; la pequeña estación dejaba mucho que desear en limpieza, unos arcaicos carteles de Galerías Preciados amenazaban con desprenderse de las paredes y las luces , exiguas, teñían el ambiente con un tono pálido y desolado. Una ráfaga de aire helado le rozó la nuca. Se volvió. En el andén de enfrente reinaba el mismo ambiente de abandono, allí el despacho de jefe de estación permanecía a oscuras con la puerta entreabierta.
 
            La mosca revoloteó en su oreja intentando colarse en ella, Santiago manoteó espantándola. Miró el reloj de pulsera, el equívoco no le haría perder demasiado tiempo, su tren a Salamanca no partía hasta las siete de la tarde y tenía tiempo más que sobrado incluso para tomarse un café en la cantina de la estación de Atocha. Esperó paciente la llegada del siguiente metro mientras curioseaba por la estación. El suelo tenía una gruesa capa de polvo rojizo sólo mancillada , unos metros más allá, por lo que parecía la huella  de una rueda muy fina  terminando a unos pasos de él. En la pared , los carteles de  Galerías Preciados anunciando la temporada de verano; Se acercó hasta ellos y levantó uno hasta donde le alcanzó el brazo. Unas modelos con enormes moños en la cabeza lucían unos trajes de chaqueta plagados de bolsillos, lo que debió de ser lo más en moda de la época.
 
             El fondo del túnel retumbó  con las vibraciones de un nuevo vehículo, Santiago se acercó al borde del andén, pero el convoy pasó de largo en el sentido contrario, le extrañó que no parara en la estación. Se preguntó donde estaba y buscó el indicador , casi sobre su cabeza un oxidado triángulo rojo enmarcaba sobre fondo azul las letras blancas con el nombre. Pensó que aquella estación no le sonaba de nada. No es que estuviera todos los días en Madrid, pero si con bastante asiduidad, al menos cada tres meses tenía que viajar a la Capital para solventar algunos de los menesteres de su negocio de construcción. Casi siempre tomaba el metro para desplazarse y realmente aquella estación le era totalmente desconocida.
 
            Pensó que si  el vehículo no había parado era porque se dirigía a cocheras y no tenía necesidad de hacerlo. Se conformó. El paso del tren dejó tras de si ecos, silbidos del roce de las ruedas en los raíles  y un remolino de papeles en el fondo de las vías. Lo que parecía el griterío de unos niños se coló sin querer en su cerebro y miró en todas direcciones esperando ver aparecer por los accesos a un grupo numeroso de estos. No fue así.  No le dio más importancia, los sonidos allí abajo eran engañosos y lo que le pareció el griterío muchachil bien podía haber sido  cualquier dilatación del hierro de las vías al paso del metro.
 
            Comenzó a pasearse de un lado a otro del andén, sentía como que algo faltaba. Miró atrás pero no acertó a adivinar de que se trataba. De nuevo el ruido de un convoy acercándose  le puso en guardia. Esta vez  si venía por su andén. Sorprendido le vio pasar sin detenerse. Quizás no le habían visto, aquella estación estaba pobremente iluminada, seguramente era una de las que  faltaba por modernizar y aún lucía aquellos azulejos azul pálido que tan bien recordaba de su niñez, de cuando venía a Madrid a visitar a unos ancianos parientes de la mano de su madre.
 
            Pensó en cambiar de andén  pero lo desestimó , no había necesidad de volver una estación atrás  probablemente más concurrida  y en la que si pararían todos los trenes. Se preguntó si desde su última visita el metropolitano  había optado por implantar en los vagones ese sistema de parada que lucían los autobuses de la EMT, donde con apretar un botón el conductor sabía de la necesidad de realizar parada. Los efectos del vino y del coñac de la sobremesa aún nublaban un tanto su entendimiento y así lo reconoció el mismo, el metro siempre había parado en todas las estaciones  y los seguiría haciendo y era ridículo pensar que se pondría un mecanismo de apertura de puertas según la necesidad del viajero. Con casi toda probabilidad era la hora del cambio de turno y varios trenes se dirigirían a cocheras, ahí y nada mas que ahí estaba la explicación a lo que sucedía.
 
            Continuó curioseando por el andén, total por ponerse nervioso no iba a llegar antes el metro; las papeleras  rebosaban  de papeles y basura, el hierro del que estaban hechas, en franco proceso de oxidación,  lucía aquí y allá desconchones. Varios periódicos sobresalían de una de ellas, tomó uno  para entretener el rato. El papel crujió entre sus dedos, retazos de éste quedaron pegados a sus manos, el resto cayó al suelo levantando una leve nube de polvo al tocar el pavimento. El sugestivo título del ejemplar , Cuadernos para el dialogo, permanecía integro. Intentó reconstruir el ejemplar pero cada vez que sus manos lo tocaban más se desmenuzaba. Optó por dejarlo en tal estado. Se asomó a la papelera, varios periódicos más asomaban sus páginas amarillentas, miró la fecha. En todos la data se remontaba al 20 de Mayo de 1966. Extrajo con mucho cuidado un ejemplar del Ya, en su portada una gran foto de Curro Romero saliendo a hombros por la Puerta del Príncipe de la Maestranza. Al pie de foto el comentarista alababa la hazaña del si par torero en la lidia , como único espada,  el día anterior. Lo desechó con desdén, se preguntó por qué la gente no tiraba su basura en los contenedores, seguramente algún  coleccionista de periódicos antiguos había decidido que aquel era el mejor lugar para deshacerse de su colección.
 
            Una vez más el ensordecedor aviso de la llegada de otro tren; pasó sin tan siquiera disminuir la velocidad. Esta vez Santiago se percató de que los vagones , aunque no muy llenos, si llevaban pasajeros. Se puso nervioso , era inconcebible que no parase ninguno de los metros que habían pasado. De pronto se volvió con una sonrisa en la boca, había oído algo, casi seguro algún viajero que se acercaba por el acceso. Esperó hasta que la sonrisa le provocó dolor de mandíbula. Nadie entró en la estación. Ahora bastante más intranquilo volvió a recorrer el andén mirándose la puntera de los zapatos. No creía haber bebido tanto como para oír ruidos inexistentes, habría jurado que lo que parecían ser unos pasos acercándose  habían llegado nítidamente a sus oídos.
 
            Se estaba sofocado, los nervios empezaban a provocar que su corazón latiera más aceleradamente. En las venas del cuello notaba la violencia del bombeo sanguíneo y el sonido le parecía que se extendía por toda la estación reproduciendo ecos. La boca del estomago parecía querer cerrársele. Casi llora de alegría cuando el ruido de otro tren se dejó oír. Levantó la mano en ademán de hacerle parar pero el vehículo tampoco se detuvo. Una lagrima se le escapó, se pasó el dorso de la mano por la boca para limpiar una baba que no había surgido. Le sorprendió el repiqueteo de unos tacones femeninos. Se volvió muy deprisa para atrapar a la dama que originaba los sonidos y convencerse de que su oído no le estaba engañando. La estación continuaba desolada.
 
- ¿Quién anda ahí? ¿ hay alguien?.
 
Silencio.
 
            El sonido de algo arrastrándose le sobresaltó. Alguien le estaba gastando una broma y maldita la gracia que le estaba haciendo.
 
- He dicho que quién anda ahí, quien sea que salga ya, como broma aburre.
 
            Algo se posó en su hombro, notó el peso sobre él; era liviano , casi inexistente, pero lo notaba . Giró la cabeza muy despacio. Una mosca se paseaba por el hombro. Ni se molestó en espantarla. Tenía que cambiar de andén, definitivamente esa era la solución ; aunque tuviera que cambiar de tren en otra estación.
 
            El pasillo era corto, apenas cinco metros para llegar a las escaleras divididas en dos tramos unidos por un solitario descansillo de apenas  dos metros. Su determinación se vino abajo mientras ascendía. La capa de polvo  lo cubría todo, ni un sólo rastro de pisadas ni de movimiento alguno. Miró atrás y sólo vio las huellas de sus zapatos sobre el pavimento. Al llegar a la plataforma intermedia se detuvo, pasó la mano por los azulejos de la pared, bajo las huellas se descubrieron unas losetas azul grisáceo muy claro. Analizó visualmente los restos de polvo que quedaron en sus dedos. Era el mismo material rojizo que inundaba toda la estación. Limpió una extensión más grande con el antebrazo enfundado en su americana de  diminuta pata de gallo. Una leve polvareda se levanto a su alrededor, algunas motas se introdujeron en su nariz y estornudó.
 
            El esmalte de los azulejos estaba cuarteado, en algunos sitios faltaba y dejaba al descubierto la  greda roja que le servía de base.  Tocó con la palma de la mano totalmente abierta y al retirarla la huella dejada por el sudor se evaporó rápidamente. Esta vez posó las dos manos, necesitaba notar el tacto de algo real y palpable. La sensación fue de una extrema frialdad  que le hizo apartar las manos de inmediato; una corriente de aire frío le rozó en el cuello, volvió la cabeza esperando recibir una ráfaga pero el ambiente era calmo. Volvió a centrar su atención en el enlosado, las grietas de los azulejos formaban , como por casualidad, la faz de una mujer; joven, de rasgos diminutos y el pelo recogido atrás, el flequillo ondulado a la moda de los años 20.
 
            La belleza juvenil alivió el nerviosismo de Santiago, y acarició los azulejos con ternura. El gesto serio de la muchacha se transformó en sonrisa. Retrocedió asombrado hasta chocar su espalda contra la otra pared. La sensación fue como  si cientos de dedos recorrieran su espalda y le intentaran  agarrar. Quiso separarse pero no pudo, la debilidad en las rodillas se lo impidió. Fue consciente del miedo que sentía. Se dejó resbalar hasta el suelo y ya allí , a rastras, se separó de la pared.
 
            A cuatro patas avanzó hasta el centro del pasillo, miró a un lado y a otro. Donde había visto el rostro de mujer sólo quedaban los azulejos limpios , ni  mujer ni nada que se le pareciera. En la pared contraria tan solo el rastro que había dejado , sobre el polvo, al caer.  Bajo sus pies retumbó el suelo, un nuevo convoy hizo su entrada en la estación , paso sin detenerse.  Había perdido la cuenta de en que andén debía de parar. Se levantó sin quitar la vista de las paredes. Terminó de ascender la escalera. Arriba el pasillo continuaba de frente y otro ramal giraba a la izquierda, tomó este para hacer el cambio de  andén. Respiró hondo y comenzó a cruzar el pasillo. Creyó oír murmullos pero prefirió ignorarlos.
 
            Según iba avanzando  sentía una presencia detrás; algo le seguía. No quería volverse, sólo quería llegar al otro anden, coger otro tren y marcharse de allí. Una de las bombillas, encerrada en una jaula de alambre, se apagó. Ante lo súbito del  apagón Santiago se detuvo, la oscuridad se adueñó del corredor para de nuevo hacerse visible, éste, unos metros más adelante. Con la respiración agitada y las manos temblorosas emprendió la marcha con cautela; a ambos lados de él la oscuridad se agitaba , o el creía verla agitarse, manchas más negras que el resto se movían pegadas a las paredes. Las notaba compactas y reales; ahí había algo, algo que se movía al mismo paso que él.
 
            No podía dejarse vencer por el pánico y aceleró el paso, la iluminación del siguiente foco estaba ya cerca y las penumbras se disipaban. Pero aquellas visiones continuaban escoltándole, jugueteaban  cruzándose por delante de él, haciéndole burla a su miedo. Cuando se encontró debajo de la siguiente fuente de luz se volvió. Todo el pasillo estaba iluminado , ninguna  bombilla fundida, ninguna sombra acechando. El sudor frío del miedo perló su frente. No sabía si es que había cerrado los ojos involuntariamente o había sido una realidad el apagón. Mientras miraba atrás, al fondo del pasillo, el aro de un obsoleto juego infantil pasó rodando, emitiendo un tintineo metálico, se perdió escaleras abajo; las mismas que  Santiago acababa de subir. No iba a volver atrás, por nada del mundo volvería. Corriendo terminó de alcanzar la distancia que le separaba de la curva que formaba el pasillo. Detrás se encontraría la escalera de bajada  y  el andén contrario al que acababa de abandonar.
 
            Avanzó con cautela, sin osar apartarse de la zona central del pasillo. Al llegar al recodo se asomó esperando encontrar allí cualquier cosa. Estaba despejado y emprendió una veloz carrera escaleras abajo. Otro nuevo tren pasó sin detenerse; los cristales de los vagones le lanzaban reflejos burlescos.
 
- Nunca saldrás de aquí, eres nuestro, nos perteneces.........- se repitió como un eco  mientras pasaba el vehículo.
 
            Siguió con la mirada la trayectoria del tren . Terminó de pasar y la vista acabó posándose en el andén de enfrente. La cabina  del jefe de estación  empotrada en la pared del andén de enfrente, tenía la puerta totalmente abierta, de la boca del túnel de acceso sólo atinó a ver cómo  una sombra  se deslizaba . Unos segundos más tarde un familiar sonido chirriante se dejó escuchar por el túnel de acceso,  un gran aro  avanzó rodando por él, pareció perder el equilibrio y cayó a las vías del tren; rebotó contra uno de los raíles que, al contacto con el metal del aro, chisporrotearon por efecto de la electricidad. Santiago se tapó la cara con las manos en un acto reflejo, cuando el ruido cesó sobre los raíles no quedaba rastro alguno.
 
            Santiago echó a correr por el acceso, subió las escaleras de dos en dos, el pasillo que continuaba hacia la salida  se quedó enfrente, el pasillo de la izquierda se extendía hasta terminar en un recodo que conducía al andén de enfrente. Tropezó , mientras corría, con su propio pie, perdió el equilibrio e instintivamente apoyó  la mano en la pared para evitar así el caerse. El tacto era tan frío que le pareció que  la piel se quedaba pegada a los azulejos, tiró para despegarse pero algo le atenazaba a la pared. Volvió a tirar y se soltó; corrió hasta terminar de recorrer todo el trayecto, giró sin mirar y descendió los peldaños como los había subido.
 
            La puerta de la cabina  del jefe de estación en el andén de enfrente se volvía a burlar de él. El ruido de los pasos de alguien corriendo le hizo dirigir la vista hacia la salida del andén, sólo pudo ver la sombra que producía en el suelo lo que parecía ser la pierna de un hombre con zapatos de charol. La irrupción del metro demasiado cerca de él le hizo retroceder, cuando este pasó volvió a sonar en sus oídos el tintineo metálico del aro volvió a aparecer , caer en los raíles es y tras un fogonazo producido por el contacto eléctrico desapareció.
 
            Se quedó muy quieto esperando acontecimientos, no sabía en que momento exacto se le había escapado la orina , la pernera del pantalón estaba mojada  y en suelo se había formado un pequeño charco. Tenía que calmarse de alguna manera, aquello que le sucedía no era nada mas que el resultado del pescado de la comida que debía de estar en mal estado. Con seguridad que sus compañeros  debían de estar sufriendo los mismos síntomas alucinatorios. Otro convoy pasó por el andén de enfrente en sentido contrario al anterior.
 
            Juraría que el techo del subterráneo antes era más alto y además le parecía que palpitara. El ahogo se contagió a sus pulmones y le daban pinchazos en los brazos. Intentó acompasar la respiración hasta que la fatiga fue menor. Restregó con el pie el orín del suelo y al contacto con el polvo formó un barro pastoso como si fuera sangre cuajada.
 
             Tenía que correr más para llegar al otro andén, lo suficiente como para que le diera tiempo a hacer señas al próximo tren que se acercara y que al menos, alguien,  quedara avisado de que allí había una persona y fueran a recogerle. No debía de tropezar ni entretenerse, debía de  fijarse en un punto y avanzar, sin tocar ninguna pared y haciendo caso omiso a cualquier cosa que sucediera. Se preparó como había visto en la televisión que hacían los corredores de fondo. Respiró profundamente  , estiró piernas y brazos y se colocó en un imaginario punto de salida preparado para esprintar. Salió corriendo, salvó escaleras y pasillos a una velocidad que nunca pensó que fuera capaz de alcanzar. Giró y emprendió la bajada de los escalones. Cuando llegó al arcén oyó el ruido de unos pasos corriendo y por la boca del acceso de andén de enfrente alcanzó a ver casi medio cuerpo de un hombre corriendo, los zapatos de charol y una americana de diminuta pata de gallo. Se derrumbó en el suelo y allí aún permanecía  el barro rojizo. La puerta del despacho del jefe de estación daba portazos. El tren pasó a mucha velocidad, sintió en su rostro el aire caliente que despedía al pasar y sus ojos se cuajaron de lágrimas cuando el aro rebotó contra los raíles y desapareció tras el fogonazo.
 
            No se movió del mismo sitio durante mucho tiempo, pasaron muchos  trenes en uno y otro sentido; ninguno paró ni mostró señales de haberle visto. En un momento, no sabía cuando, había dejado de sentir los pinchazos en los brazos pero también había dejado de sentir movilidad alguna en todo el lado izquierdo de su cuerpo. Miraba pasar los trenes, ahora más llenos de gente que le ignoraban, los destellos que producían las luces interiores de los vagones contra los cristales de las ventanas de estos, le deslumbraban. A veces alguien que miraba distraídamente el paso de las estaciones apoyado en la puerta de algún vagón se fijaba en él o más bien le miraba sin notar su presencia. Hacía un buen rato había comenzado, en su delirio, a establecer una pauta del paso de los vagones; cuando llegaba a 362 un nuevo tren volvía a pasar por la estación. Había una cadencia de paso y eso debía de servirle para algo.
 El cálculo mental le trajo a la realidad; al incorporarse se dio cuenta que su brazo izquierdo colgaba  como sin vida. No sentía dolor alguno ahora, sólo aquel remo inservible que se burlaba de él con su vaivén incontrolable.
 
            Si esperaba a la llegada del próximo metro y salía corriendo detrás de él quizás fuera capaz de llegar a la estación siguiente sin ser arrollado por ningún otro tren.
Tendría que correr mucho y con cuidado de no pisar los raíles electrificados. El sentido de la marcha le era indiferente, hacia cualquier lado le venía bien, el caso era salir. El brazo le estorbaría lo mejor sería sujetárselo de alguna manera, optó por meter la inmóvil mano en el bolsillo de la americana de diminuta pata de gallo. Contaba con la pauta de marcha más lo que pudiera ganar corriendo detrás del convoy.
 
            Sintió  un pinchazo en el vientre, pero no debía detenerse, corría prácticamente a oscuras, tan sólo algunas de las balizas de señalización le mostraban el camino, oyó acercarse un  tren pero era el del sentido contrario, al fondo la tenue luz de la estación comenzó a dibujarse, con la mano sana palpaba las paredes para ayudarse en la carrera. De nuevo el sonido de otro metro le aviso que  debía de correr más para no ser atrapado bajo las ruedas de este. Sólo unos metros y se habría salvado. La luz le cegó unos instantes; ayudándose del brazo sano saltó al andén. El tren pasó por la estación sin detenerse mientras Santiago recuperaba el resuello. Apenas fue consciente. Cuando levantó la cabeza el convoy ya había abandonado la estación, una sombra galopante y el eco de pasos se alejaron detrás del metro. En el andén de enfrente la puerta de la oficina del jefe de estación , empotrada en la pared, estaba cerrada. El aro cayó al andén , rebotó contra los raíles y desapareció tras un fogonazo.
 
            La salida, no había pensado en ello. Se había empeñado en cambiar de andén, en avanzar una estación pero no en la opción más fácil, salir por la salida. Ya sabía lo que podía encontrarse en la escalera y los pasillos pero la salida era otra cosa. Las salidas siempre son eso, salidas ; significaba el aire, el sol y el calor del verano, la vida al fin.
 
            El rellano entre los dos tramos de escalera continuaba allí así como el sitio donde había limpiado la pared. A pesar del miedo deseó volver a ver a la muchacha de gres. Se detuvo y escudriñó entre las grietas del azulejo, comenzó a formarse a su vista la efigie femenina y la volvió a acariciar, esta le sonrió de nuevo y se quedó allí mirándola. Algo había cambiado en la escena, sobre él una mancha de humedad comenzaba a formarse, al fin algo anodino como una gotera. El agua  resbaló pared abajo , un hilillo, justo hasta donde la  joven le sonreía desde el enlosado. Temió que borrara la bella imagen pero el recorrido era inevitable. La miró por última vez; detrás de la inmaculada Madona se estaba formando otra imagen; un brazo se erguía a la espalda de la joven empuñando algo,  un cuchillo. Cuando el agua de la gotera alcanzó la punta de la daga se tornó en un barrillo sanguinolento. Un tren pasó sin  detenerse por la estación. El chirrido metálico le hizo desviar la mirada, el aro rodaba escaleras abajo a punto de arrollarle. Se apartó  a  tiempo  y el juguete continuó su camino, le oyó rebotar en el andén y el chasquido del cortocircuito. Volvió la mirada hacia la pared, pero allí ya no quedaba nada, tan sólo una inmensa mancha roja  que discurría tabique abajo, donde instantes antes estuviera la cara de la joven ahora la sangre parecía manar a borbotones.
 
            Abandonó la escena subiendo los escalones del segundo tramo  lentamente, le importaba poco lo que sucediera allí, él había encontrado la solución y esta era la Salida. Alcanzó la bifurcación, a su izquierda la bombilla central del pasillo comenzó a fallar y se apagó, tampoco le importo mucho  no iba a cambiar de andén. Enfiló derecho , el pasillo no era demasiado largo, unos metros más allá  éste se ensanchaba convirtiéndose en el hall de la entrada. La taquilla se erguía en el centro, a ambos lados los tornos franqueaban la entrada y la salida; el metal de la cabina estaba carcomido por el óxido y los cristales eran opacos a causa de la capa de polvo. A lo lejos el ruido de un metro haciendo entrada hizo vibrar las cristaleras desprendiendo partículas de polvo. El metro continuó su marcha sin hace parada. De algún rincón salió un aro que rodó pasillo adelante hasta desaparecer de su vista.
 
            La mosca revoloteó terminando por enredarse en su pelo, la dejó estar. No sabía  desde cuando su pierna izquierda  estaba entumecida, la arrastraba dejando una huella serpenteante sobre la capa de polvo del suelo. Salvó los tornos de la taquilla y avanzó, donde debía de estar la puerta  una pared de ladrillos gruesos se alzaba.
 
            Empezaba a sentir frío y tenía sueño. Se hizo un ovillo en un rincón. Entre sueños vio  la figura de un niño con un aro en la mano que  le miraba.
 
- ¿quieres jugar conmigo? .      
 
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El spray rodó escaleras abajo, rebotó en el último escalón  y terminó por caer entre las vías; al hacer contacto con el metal de los raíles desprendió un chisporroteo. El conductor del metro, que en aquel momento hacía su entrada en la estación, no lo percibió. El convoy se detuvo.
 
- tíos vámonos, acaba de parar  un metro y se han bajado dos juratas.
- que les jodan a los juratas, si se ponen tontos les dais una paliza, en mi mochila llevo la cámara de vídeo, lo grabáis y lo colgamos en internet.
- Joder tío, mola huevo; que subidón me  da esto.
- A ti te da subidón hasta verle las bragas a tu hermana.
- Calla cabrón, a mi hermana la dejas en paz.
- Ale sí, tú y tu hermana ir a dar  una vuelta a ver si veis al pringao del Iván, que no vuelve y a ver si de una puta vez puedo  terminar la mierda esta.
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- Tíos es genial, hay un puto esqueleto ahí mismo.
- Que mal te sientan las birras chaval.
- que si joder, que hay un puto esqueleto tirao en el suelo.
- Lo que me faltaba esto no lo termino hoy ni de coña.
 
            Los guardas jurados descendieron del vagón, habían avisado que unos chavales se habían colado; los pandilleros se creían que podían vagar por los túneles como si fuera su casa, luego pasaba lo que pasaba cuando alguno era arrollado por el metro, los padres de los niños les freían a insultos, como si ellos tuvieran la culpa de que sus hijos fueran imbéciles. El tren reanudó su marcha, las luces del andén estaban encendidas y alguien había estado enredando en la salita del jefe de estación. Uno de los guardas cerró la puerta. Oyeron ruidos en el acceso del andén de enfrente, si los cogían se les iban a  quitar las ganas de complicarles la vida.
 
            Los grafiteros permanecían callados escondidos detrás de la cabina de la taquilla, un chirrido metálico les sobresaltó. Un aro metálico salió rodando de algún punto en la penumbra, avanzó hasta desaparecer en pasillo de acceso a los andenes. Se miraron y salieron corriendo  hacía el andén. Corrían detrás del aro gritando y riendo, cuando terminaban de bajar el último tramo de escaleras  vieron el aro caer  a los raíles , chocar contra estos  y después de un fogonazo desaparecer. En el andén de enfrente los dos guardas de seguridad miraban la escena. Un convoy hizo entrada en la estación y pasó sin parar.
 
            Los guardas de seguridad  echaron a correr hacia el acceso para pillar a los muchachos, cuando casi llegaban  al andén oyeron gritos y risas; el aro bajó rodando por las escaleras del andén de enfrente  hasta casi  ir a parar donde  estaban ellos, cayó a las vías y desapareció tras un fogonazo , detrás de él  la pandilla de grafiteros llegaban corriendo........